Como antesala a su visita a Colombia para el lanzamiento de su nueva novela y libro de cuentos, el escritor barranquillero radicado en Nueva York, Miguel Falquez-Certain, nos comparte este fragmento de “Confusas alarmas”. La pieza hace parte del libro Este aire impuro, el cual lanzará el proximo 21 de abril en el marco de la Feria del libro de Bogotá y en Cartagena, el 5 de mayo, en el Espacio Cultural Eréndira del Claustro de la Merced.

Portada Este aire impuro

Portada del libro de cuentos “Este aire impuro”, editorial Abisinia

 

CONFUSAS ALARMAS

(Fragmento)

Por: Miguel Falquez-Certain

 

. . . la una de la mañana y metidos en este rollo la borrachera y la traba se me pasaron del susto salimos de Guatemala pa’ meternos en Guatepeor no hicimos un carajo y forman el mierdero tienen que estar locos a lo mejor son locas si estuvieran seguros de sus tendencias sexuales no formarían el alboroto homosexuales frustrados la misma vaina que en el colegio tienen que pelear para demostrar que son machos qué tendrá que ver la violencia con la masculinidad debiera aprender kung fu como Bruce Lee y volverlos mierda sí volverlos mierda en un dos por tres sería increíble verles las caras vendrían tan confiados porque creen que marica, pendejo y homosexual son la misma vaina y zaz zaz tres karatazos y al suelo contigo a la violencia reaccionaria la violencia revolucionaria mírale la cara a Saulo le jodieron todo el kaftán importado manchado de sangre tendré que prestarle ropa para que no lo vean así en su casa con que el cabo es loca ergo la homosexualidad se da en todas las extracciones de clase adónde quedará el Permanente Norte nunca me habían montado en una radiopatrulla afortunadamente los policías no se pusieron salsa tengo que pensar lo que voy a decirle al inspector cómo es que se dice lesiones personales no creo que es agresiones personales o es asalto y agresión mando cáscara segundo año de derecho y no me acuerdo del término exacto tengo huevillo qué voy a hacer con Mauricio como si no tuviera suficientes problemas no se pudo quedar tenía que escaparse quién iba a pensar que todo iba a terminar en este mierdero me acuerdo cuando regresé de los Estados Unidos y Emilio me dice que tenía un primo que se llama Mauricio que estudia arquitectura con él y que tenía que conocerlo yo creo que es de ambiente pero tapiña me dice todavía no ha salido al ruedo pero eso no es problema contigo tú lo puedes destapar tú eres el indicado me dice y cuando fui a la universidad me encuentro con Emilio y me muestra a Mauricio y yo lo veo y me digo no joda qué primo tan lindo me tienes que hacer el cuarto y Mauricio se sonríe de lejos y los ojos verdes se le iluminan no joda qué belleza ese hombre me lo acuesto me digo y a la semana invento una fiesta en mi casa y lo invito y unos amigos me lo traen y me cuenta que acaba de llegar de Los Ángeles y empezamos a hablar en inglés para que los otros no entendieran y nos fuimos a un rincón y me dice que había empezado a estudiar arquitectura en Los Ángeles que había vivido seis años en Santa Mónica y le pregunto si ha tenido experiencias homosexuales y se sonroja y me dice que no pero luego que sí pero que no cuentan porque no llegaron a nada y lo convenzo de que se quede esa noche conmigo y se queda y nos acostamos y las máscaras se caen y me le entrego y se me entrega y me dice que el tipo en Los Ángeles lo quería pero que nunca pudo tener nada con él que cuando se venía para Colombia el tipo le deseó suerte y le dijo que no se preocupara que el Tarot le había dicho que encontraría el amor de su vida en Colombia y Mauricio me dice que él cree que él presiente que él siente que él sabe que ese alguien en Colombia soy yo y yo le digo que sí y lo beso y lo abrazo y le digo te quiero y él me dice que también me quiere y nos besamos I love you me dice y yo le digo aunque ya no se conjugue ese verbo en español yo lo conjugo yo te amo tú me amas yo lo amo él me ama nosotros nos amamos y nos hicimos amantes ese mismo día . . .

LA PATRULLA empezó a internarse por un paraje abandonado que Carlos Alberto nunca había visto. Le recordó fincas que había visitado en su infancia con sus altos cañones y senderos repletos de árboles. No se veía ninguna vivienda en los alrededores y la oscuridad era total. De repente, Carlos Alberto vio una luz en algún recodo del camino; unos metros más adelante, se divisó una casa grande, vieja y amarilla, de ladrillos sin empañetar. La radiopatrulla estacionó enfrente del poste de la luz.

—Hemos sabido llegar —dijo Saulo―. Me imagino que este ominoso recinto debe de ser el Permanente Norte, ¿cierto, sargento?

El sargento le miró estupefacto.

—Manos a la obra —dijo Carlos Alberto mientras abría la puerta del automóvil.

A la derecha de la entrada de la casa había una pequeña oficina; Carlos Alberto se asomó y vio a un policía sentado en un taburete leyendo El heraldo. El sargento y Saulo se acercaron. El agente alzó los ojos sin cambiar de posición.

—¿Cuál es el cargo, sargento? —preguntó con una voz que mostraba cansancio y aburrimiento.

—No estamos aquí para que nos reseñen —intervino Carlos Alberto antes de que el sargento pudiera contestar. ―Por el contrario, venimos a presentar una denuncia por agresión y lesiones personales.

—¿Así es la vaina? —dijo el policía con una sonrisa burlona. Luego dobló meticulosamente el periódico y se lo puso sobre las piernas. ―Entonces tienen que hablar primero con el señor inspector. Sigan derecho; en la oficina del fondo.

—Rivadeneira, párame bolas —dijo Álvaro Rebolledo, quien en ese momento entraba al permanente acompañado de Eduardo García y del Cabo Flórez. ―¿Puedo hablar contigo un momento?

—Como quieras, pero estás perdiendo el tiempo.

—Vamos afuera. Tranquilo que no te va a pasar nada.

Carlos Alberto y Álvaro Rebolledo caminaron hasta el poste de la luz.

—Mira, Carlos Alberto. Yo conozco a tu familia… te he visto varias veces en «Baco»… Se pasa chévere en ese bar, ¿no es verdad? —dijo con tono amistoso.

—Por supuesto —le respondió secamente. ―Pero vamos al grano. ¿Qué es lo que tienes que decirme?

—Mira, cacha, los Rebolledo, los García, los Rivadeneira, todos somos parte de una gran familia: la sociedad barranquillera —finalizó con tono dramático. ―Fue vaina de tragos. La verdad es que no te reconocí. Aunque tú y yo no somos amigos, conozco a tus primos; de vez en cuando nos metemos un par de tragos en el Country. Mira, cacha, estábamos borrachos; se nos fue la mano; no sabíamos lo que estábamos haciendo.

—Pero yo sí sé lo que estoy haciendo.

—Retire los cargos, cacha…

—Lo siento mucho —le interrumpió Carlos Alberto y se encaminó al permanente sin mirar atrás.

Cuando entró se dio cuenta que Eduardo García estaba hablando al fondo con un hombre grueso, bajo y moreno, de unos cuarenta años, sentado frente a un escritorio.

—Ése es el inspector —le dijo Saulo. ―García lo tiene acaparado.

Carlos Alberto recorrió lentamente el corredor hasta el fondo. Saulo le siguió.

—Perdone, señor inspector —dijo Carlos Alberto. El inspector y Eduardo García dejaron de hablar y voltearon a mirarle. ―Queremos presentar una denuncia contra estos señores por agresión personal.

—Es mejor que no lo hagan —aconsejó el inspector. ―El Dr. García es una persona muy importante en Barranquilla. Después de todo, ustedes no tienen ninguna prueba. Es la palabra de ustedes contra la del gerente del Banco Central —agregó sonriéndose malévolamente.

—Pruebas sí tenemos y asaz convincentes —dijo Saulo.

El inspector lo miró de arriba abajo y arrugó el entrecejo.

—¿Qué más pruebas quiere? ¿No le ve la cara a Saulo? Los agentes llegaron en el momento en que nos estaban atacando —dijo Carlos Alberto. ―Además, dos amigos que lograron escaparse podrían servir de testigos…

—¿Testigos de qué? —preguntó el inspector soliviantado. ―El Dr. García y el Dr. Rebolledo estaban defendiendo el honor de sus esposas.

—¿Que qué? —exclamó Carlos Alberto atónito. ―¿Qué tienen que ver las esposas con este paseo?

—Increíble semejante despropósito —dijo Saulo.

Una sonrisa diabólica se dibujó en el rostro de Eduardo García.

—Ustedes les faltaron el respeto a las señoras en el ascensor. Los doctores tenían que responder como lo que son: ¡como hombres! —dijo el inspector y golpeó el escritorio con la palma de la mano al terminar la frase.

—Pero eso es absurdo. No podíamos «faltarle el respeto» a las señoras, como usted eufemísticamente dice, puesto que estábamos al frente del ascensor dándoles la espalda. Era imposible…

—¿Tienen pruebas? —le interrumpió el inspector exasperado.

—No, pero…

—No hay pero que valga, Rivadeneira —dijo el inspector. ―Lo mejor que pueden hacer es largarse de aquí antes de que se me agote la paciencia.

—Como usted diga, señor inspector —dijo Carlos Alberto reprimiendo la ira, ―pero esto no se queda de ese tamaño. Hasta muy pronto. Vamos, Saulo.

Carlos Alberto y Saulo salieron del Permanente Norte hacia la noche. El cielo se ofrecía desnudo; sólo la luna llena brillaba brindándole a la vegetación el color argénteo de los eucaliptos; el sendero de piedra estaba oscuro y desierto.

—Esto parece una boca de lobo —dijo Saulo. ―No se ve ni un alma.

—Lo único que nos hace falta es que nos atraquen. Apura el paso, Saulo, vámonos de aquí.

Se internaron deprisa por el paraje neblinoso y salieron finalmente a una calle pavimentada. Las casas parecían deshabitadas; los postes de la luz estaban encendidos y proyectaban tonalidades salmones sobre las aceras; una que otra terraza estaba iluminada.

—Tenemos que buscar la Avenida Olaya Herrera— dijo Carlos Alberto; ―allí nos será más fácil encontrar un taxi.

A medida que se alejaba del Permanente Norte, Carlos Alberto se sentía más seguro. Recordó su desazón en casa de Julio y Jaime, su angustia ante la posibilidad de tomar una decisión, su amargura ante un amor que se le escapaba de las manos. Mauricio ya no era el inocente muchachito que había conocido dos años atrás. Su relación había cambiado radicalmente debido tal vez a la incomprensión e intolerancia de la familia de Mauricio, pero también a la falta de honestidad entre ellos; cada día que pasaba les hacía sentirse extraños, como si fuesen pasajeros que se encuentran de costumbre en un mismo autobús a una misma hora pero que jamás se dirigen la palabra. Sí, Mauricio estaba allí y era agradable sentir que se tenía un compañero. ¿Pero acaso era eso amor? Pensó que el amor debía ser el compromiso de una libertad creativa, no el alimento del fastidio, del odio y del aburrimiento. Más cerca estaba del amor en su relación con Saulo: se necesitaban y se complementaban mutuamente sin esperar recompensa alguna. «Toda relación amorosa está destinada al fracaso», pensó al desgaire. Pero cuando terminó de formular la idea, el significado cobró su preciso sentido. «El amor es posesión y establece por su propia naturaleza opresores y oprimidos», se dijo. Hablar con Saulo era un reto intelectual, discutir la necesidad de una disciplina para poder crear. Mauricio, por el contrario, paulatinamente le conducía al limbo.

—Yo soy la verdad y la vida; quien cree en mí entrará en el reino de los cielos —recitó Carlos Alberto.

—¿Y cómo, maestro? —le replicó Saulo con un deje de burla en el tono de la voz.

—Hay que buscar a un abogado, hay que defender nuestros derechos.

—¡Seguro! —exclamó Saulo. ―Los homosexuales unidos jamás serán vencidos —arengó enfáticamente como si al pronunciar estas palabras toda la violencia recibida cobrara valor y anunciara una reivindicación en un día no muy lejano.

—De verdad, maestro —le dijo Carlos Alberto con ternura, pasándole el brazo por el hombro. ―Sólo hay una solución…

—¡La revolución! —gritó Saulo alegremente.

Ambos se abrazaron y empezaron a descender corriendo la calle empinada. Una leve brisa comenzó a bajar por la colina, un gallo cantó en algún patio y la luna llena ahora no brillaba sola (Venus había aparecido en el horizonte de azabache) cuando Carlos Alberto y Saulo continuaron descendiendo abrazados la calle empinada y saltando y riendo y cantando buscaron la Avenida Olaya Herrera que ya se divisaba iluminada en la distancia, corriendo y riendo y saltando atravesaron las calles que les separaban de la luz de la avenida hasta desembocar en ella abrazados, saltando y riendo, como mineros sepultados buscando alegremente la luz, buscando infatigablemente más luz.

© 2023 Miguel Falquez-Certain

Fragmento del cuento «Confusas alarmas» tomado de Este aire impuro (Buenos Aires: Abisinia Editorial, 2023)