La cena ya estaba lista y Manuel asumió su posición sobre la mesa. Los pies le colgaban un poco y sujetaba sus manos de los bordes del costado del tope de madera. Sabía que primero comerían los perros y luego los peces, así que se dedicó a controlar su respiración, a hacer ejercicios con su diafragma, a sentir cómo su abdomen se contraía marcando una fila de vellos suaves y erectos camino a su ombligo, “como una fila de galgos negros olfateando en dirección hacia un pozo sobre un colina palpitante de arena blanca” —dijo para sí— el muchacho que era ya un narrador emergente.
—La comida de Sultán se está acabando. Dígale al señor que le dejé una nota.
—Yo le digo. —y así volvió Manuel a concentrarse en su respiración.
Escuchó a Francisca salir por la puerta de servicio. A diario ella lo dejaba entrar, al menos había sido así por los pasados dos meses, pero rara vez intercambiaban palabras. Antes de que Manuel llegara a las seis y cuarenta, Francisca se dedicaba a ponerlo todo en orden para cuando llegara el señor. Las instrucciones siempre fueron claras: poner la comida de los siete perros en sus respectivos platos —poca de la carne especial para Sultán, vegetales para Antero, que daba indicios de celiaco, comida seca para los demás—; dejar la cena en la ornilla, tapada para que no perdiera humedad, poner el pote de comida para peces destapado frente a la gran pecera del fondo del comedor. Y, la regla más importante: no volver a entrar luego de las siete en punto de la noche y no regresar hasta pasadas las nueve y media del siguiente día, a menos que el señor la llamara. No preguntar nada. No hablar. No molestar. La salida de Francisca anunciaba que debía faltar muy poco para que fueran las siete en punto de la noche.
La llegada de los galgos no se hizo esperar. Manuel oyó el chirrido de los goznes de la puerta casi al mismo momento en que Sultán, el chihuahua, ladraba mientras se ahogaba tirando de su propio collar porque, contrario a los demás, fue adoptado muy tarde y ya no era entrenable. Eso decía Mario, aunque todos pensaban que su lenidad se debía a que a Sultán le faltaba una de las patitas delanteras. Aún así, quince de sus uñas le eran suficientes para hacer un escándalo sobre la loza criolla que cubría el piso de la casa. Mario lo atribuía a que Sultán era el único que tenía el privilegio de comer carne. Todos los demás, la misma y aburrida comida seca; salvo Antero, claro está, que comía vegetales y, a veces, huevos hervidos hasta que el médico descartara alguna enfermedad autoinmune y modificara su dieta a una más definitiva y acorde a su condición de perro raro.
Los pasos de Mario, entre todos, eran los que menos se oían. Usaba zapatos cómodos, siempre con suela de goma y casi siempre negros. En cambio, todos los demás gestos que advertían la perfección en la progresión del rito, permanecían allí, ruidosos e intactos: la tranca de metal, las llaves al caer en el envase sobre la mesa de entrada que está junto al libro de fotografías de Araki, los collares de los perros en la canasta de la cocina, el sonido al levantar las tapas de las cazuelas, el enrosque de la prótesis sobre el brazo de cuero y, por último, la lata de comida para peces que sonaba a aluminio liviano al ser ubicada de nuevo sobre el tope de mármol donde estaba la pecera. Ese último de los sonidos era el único que variaba, depende de la cantidad de pelotitas que tuviera la lata. A veces era un sonido más hueco y robusto, a veces, como ahora, era un sonido agudo que indicaba que era tiempo de comprar más comida. De todas las instancias del ritual, esta era la más variable. Mario podía sentarse a alimentar a sus peces, a veces solo a mirarlos y a veces a cotejar los detalles del cuidado por el que pagaba a un chico del vecindario: ph entre 6 y 8, gh entre 10 y 15, temperatura entre 10 y 30. La casa parecía estar diseñada para que todo el que entrara notara la enorme pecera que ocupaba toda la pared al fondo del espacio del comedor y de la sala. Algunos muebles de diseñador muy minimalistas, las paredes blancas, los anaqueles con los libros ocultando sus lomos y mostrando variedades de tonos cremas que la poca luz unificaba. Una que otra planta y absolutamente ningún cuadro, ningún premio, ninguna foto; nada que pareciera ostentoso, nada que reclamara propiedad sobre la casa; lo más personal, si tuviéramos que escoger algo, serían los peces, pero tampoco. Casi todas las peceras siempre han tenido al menos un gold fish, que no es para nada un pez muy distintivo. Incluso la pecera era sobria, las piedrecitas eran color crema y no tenía una imagen marina de fondo con esponjas ni algas. Solo una luz, como neón, pero amarilla. El brillo sobre las escamas era alucinante, la limpidez del cristal permitía que con cada aleteo, con cada contorción, la luz irradiara de manera que seducía y aquietaba al más inquieto de los visitantes. Por supuesto este estanque era el orgullo de Mario. Le daba gracia ver a los pececitos nuevos comiendo con prisa, mientras los viejos esperaban que la comida cayera casi al fondo.
Esta vez fue uno de esos casos en que Mario dilató la espera de Manuel en ese último paso del rito diario. Francisca había dejado una nota pegada en la pecera. “La comida de Sultán se está acabando. Mañana viene un chico a entrevistarlo, se llama Antonio.” Al quitar la nota, Mario notó que uno de sus peces más queridos, y también uno de los más grandes, había comenzado a ennegrecer sus escamas, al principio pensó que era un hongo, pero de inmediato se dio cuenta que era algo normal entre ese tipo de pez. El que ya no fuera totalmente dorado lo perturbaba un poco. Ya no brillaba igual cuando le daba la luz. De la noche a la mañana se había vuelto un pez ligeramente opaco y comenzaba a moverse lento, tan lento, que parecía frágil. Notó que se escondía y que los más jóvenes empezaban a ir tras sus aletas, a dejarle puntos blancos sin escamas que sobresalían en aquella coraza que ya no era del todo dorada.
Nadie miraba a Manuel, ni los perros, ni los peces, ni Mario. Cuando era su turno, Mario se volteaba y, parado en uno de los lados más estrechos de la mesa, aseguraba el enrosque de su prótesis, miraba el abdomen de Manuel ahuecarse, su miembro flácido perdiéndose entre un mar de galgos negros, sus ojos siempre cerrados y las comisuras de su boca mostrando su tono más purpúreo y seco. Llevaba poco tiempo en este ritual, había llegado como los demás, a entrevistar a Mario con una admiración casi ridícula. Estaba dispuesto a todo, a fin de cuentas él también quería pertenecer a esa misma manada y, algún día, recibir muchachitos ilusionados que lo veneraran. Muy en el fondo, temía como los demás, no llegar nunca. Estaba dispuesto.
Una gran bocanada anunció que estaba listo. Constriñó los ojos en la espera de aquella pieza de prostética que invadiría su boca y su garganta hasta hacerlo vomitar. Primero las babas cristalinas, luego saliva blanca, casi espuma, como si tuviera rabia; y finalmente esputo con color de jade. A veces, solo a veces, con un poco de sangre si algún capilar de su epiglotis reventaba. Tenía por regla no abrir los ojos, no perder su posición sobre la mesa, no resistirse. No sintió la frialdad del metal entrando por su boca. En su lugar, algo húmedo y oloroso temblaba entre sus dientes. La mano real de Mario se colocó sobre sus párpados. Y, ante la resistencia, la mano se convirtió en antebrazo que forzaba su cabeza a su posición original sobre la mesa. El pez siguió retorciendo sus escamas negras sobre aquellos dientes casi blancos. Su boca se abría enorme como buscando agua para solo encontrarse frente al vacío de la traquea de Manuel que buscaba aire. Ninguno de los dos dió con lo que buscaba. Ni Manuel con el aire, ni el pez con el agua. El esputo de Manuel no era lo suficientemente líquido para salvar al pez, y el pez insistía en profundizar en la raíz de aquella fuente de otro líquido que no era agua.
La cabeza de Manuel quedó quieta. Un último temblor hizo que arqueara su columna. Los galgos sobre su vientre parecían dormidos justo cuando la colina de arena blanca se distendió plácida. Mario se alejó y se sentó, cruzando las piernas, en el mismo sillón donde haría la primera parte de la entrevista con Manuel, hace dos meses. Era un sillón amarillo de espalda ancha y alta.
—Francisca, Francisca.
—Mande, señor.
—Ya sabe, prepárelo para Sultán.
—Sí, señor, cómo no.
Llamó a Sultán, que recién terminaba de comer su plato especial de carne, le sobó la cabeza y lo ayudó a subirse hasta su falda, mientras Francisca, tiraba al muchacho al suelo y lo arrastraba hasta la cocina. Al regresar, puso los platos y sirvió la cena. Mientras los galgos lamían el piso y Antero jugaba con un pez negro sobre la loza criolla.
—Desde mañana tienes comida nueva. —le dijo Mario a Sultán.