Dos lugares, uno real y otro ficticio, pero ambos igual de mágicos, tienen el privilegio de soportar geográficamente el grueso de la obra de Gabriel García Márquez: Cartagena y Macondo.
Leyendo la autobiografía de Gabo, Vivir para contarla, es fácil advertir que Cartagena tuvo siempre un lugar especial, no sólo en su literatura, sino también en su corazón.
A continuación, resaltamos algunos pasajes de sus memorias, en los que Gabo se refiere, con emoción y maestría narrativa, a Cartagena, la ciudad que lo vio crecer como periodista y novelista y en la que conoció a sus amigos más entrañables.
1. En la casa de Gabo en la calle del Toril se aparecía un espanto
“Fue la casa más viva de las varias de Cartagena, que se fueron degradando al mismo tiempo que los recursos de la familia. Buscando barrios más baratos fuimos descendiendo de clase hasta la casa del Toril, donde se aparecía de noche el espanto de una mujer. Tuve la suerte de no estar allí, pero los solos testimonios de padres y hermanos me causaban tanto terror como si hubiera estado”.
2. Así fue como Gabo entró a estudiar Derecho en la Universidad de Cartagena
“En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro la posibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá se recuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarse nunca del terror y el horror de la matanza. Cartagena tenía una universidad centenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas, y una facultad de derecho de tamaño humano donde aceptarían como buenas mis malas calificaciones de la Universidad Nacional.
(…)
El ingreso a la facultad de derecho se resolvió en una hora con el examen de admisión ante el secretario, Ignacio Vélez Martínez, y un maestro de economía política, cuyo nombre no he logrado encontrar en mis recuerdos. Como era de uso, el acto fue en presencia del segundo año en pleno. Desde el preámbulo me llamó la atención la claridad de juicio y la precisión del lenguaje de los dos maestros, en una región famosa en el interior del país por su desparpajo verbal.
(…)
De todos modos yo sabía que no iba a ser abogado en ninguna parte”.
3. Así describe Gabo su llegada a Cartagena, La Heroica
“Al final de una jornada de tumbos mortales por una carretera de herradura, el camión de la Agencia Postal exhaló su último aliento donde lo merecía: atascado en un manglar pestilente de pescados podridos a media legua de Cartagena de Indias. «El que viaja en camión no sabe dónde se muere», recordé con la memoria de mi abuelo. Los pasajeros embrutecidos por seis horas de sol desnudo y la peste de la marisma no esperaron a que bajaran la escalera para desembarcar, sino que se apresaron a tirar por la borda huacales de gallinas, los bultos de plátanos y toda clase de cosas por vender o morir que les habían servido para sentarse en el techo del camión. El conductor saltó del pescante y anunció con un grito mordaz:
—iLa Heroica!”
(…)
El conductor insolente, que durante el viaje se había burlado de mi traza de bandolero, estaba a reventar de gozo cuando seguí dando vueltas alrededor de mí mismo sin encontrar la ciudad.
—¡La tienes en el culo! —me gritó para todos—. Y ten cuidado, que ahí condecoran a los pendejos.
Cartagena de Indias, en efecto, estaba a mis espaldas desde hacía cuatrocientos años, pero no me fue fácil imaginarla a media legua de los manglares, escondida por la muralla legendaria que la mantuvo a salvo de gentiles y piratas en sus años grandes, y había acabado por desaparecer bajo una maraña de ramazones desgreñadas y largas ristras de campánulas amarillas.
4. Esta es una muestra del lente poético a través del cual Gabo siempre se fijó en Cartagena
Ojo al dato acerca del puente que alguna vez separó al Centro Histórico del barrio de los esclavos, Getsemaní:
“Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las nueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo del resto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoles habían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios se les colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de su gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”.
5. La Plaza de Los Coches inmortalizada en palabras de Gabo
En un solo párrafo, es capaz de resumir la historia de este emblemático lugar de la ciudad:
“De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoleta donde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas por burros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía más denso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial, aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante la Colonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilos invisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominio español. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y toda clase de documentos para iletrados pobres. Muchos fueron libreros de lance por debajo de la mesa, en especial de obras condenadas por el Santo Oficio, y se cree que eran oráculos de la conspiración criolla contra los españoles. A principios del siglo XX mi padre solía aliviar sus ímpetus de poeta con el arte de escribir cartas de amor en el portal. Por cierto que no prosperó como lo uno ni como lo otro porque algunos clientes avispados —o de verdad desvalidos— no sólo le pedían por caridad que les escribiera la carta, sino además los cinco reales para el correo”.
6. Gabo describe la vitalidad del Portal de los dulces
“Hacía varios años que se llamaba portal de los Dulces, con las lonas podridas y los mendigos que venían a comer las sobras del mercado, y los gritos agoreros de los indios que cobraban caro para no cantarle al cliente el día y la hora en que iba a morir. Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar los dulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían y versificados por los pregones: «Los piononos para los monos, los diabolines para los mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela». Pues en las buenas y en las malas el portal seguía siendo un centro vital de la ciudad donde se ventilaban asuntos de Estado a espaldas del gobierno y el único lugar del mundo donde las vendedoras de fritangas sabían quién sería el próximo gobernador antes de que se le ocurriera en Bogotá al presidente de la República.
7. Así luce una noche cartagenera a los ojos de Gabo
“Fue una noche histórica para mí. Apenas si alcanzaba a reconocer en la realidad las ficciones escolásticas de los libros, ya derrotadas por la vida. Me emocionó hasta las lágrimas que los viejos palacios de los marqueses fueran los mismos que tenía ante mis ojos, desportillados, con los mendigos durmiendo en los zaguanes. Vi la catedral sin las campanas que se llevó el pirata Francis Drake para fabricar cañones. Las pocas que se salvaron del asalto fueron exorcizadas después de que los brujos del obispo las sentenciaran a la hoguera por sus resonancias malignas para convocar al diablo. Vi los árboles marchitos y las estatuas de próceres que no parecían esculpidos en mármoles perecederos sino muertos en carne viva. Pues en Cartagena no estaban preservadas contra el óxido del tiempo sino todo lo contrario: se preservaba el tiempo para las cosas que seguían teniendo la edad original mientras los siglos envejecían. Fue así como la noche misma de mi llegada la ciudad se me reveló a cada paso con su vida propia, no como el fósil de cartón piedra de los historiadores, sino como una ciudad de carne y hueso que ya no estaba sustentada por sus glorias marciales sino por la dignidad de sus escombros”.
8. Su amistad con Manuel Zapata Olivella y su entrada como periodista a El Universal
“Era Manuel Zapata Olivella, habitante empedernido de la calle de la Mala Crianza, donde viviera la familia de los abuelos de sus tatarabuelos africanos. Nos habíamos visto en Bogotá, en medio del fragor del 9 de abril, y nuestro primer asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos. Manuel, además de médico de caridad era novelista, activista político y promotor de la música caribe, pero su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo. No bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago y nuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte en el periodismo. Un mes antes el dirigente liberal Domingo López Escauriaza había fundado el diario El Universal, cuyo jefe de redacción era Clemente Manuel Zabala. Había oído hablar de éste no como periodista sino como erudito de todas las músicas y comunista en reposo. Zapata Olivella se empeñó en que fuéramos a verlo, pues sabía que buscaba gente nueva para provocar con el ejemplo un periodismo creador contra el rutinario y sumiso que reinaba en el país, sobre todo en Cartagena, que era entonces una de las ciudades más retardatarias”.
9. Un dato curioso acerca de El Camellón de los Mártires
Uno de los privilegios de Cartagena es haber servido de escenario para la amistad de dos de los escritores más grandes de Colombia, Gabriel García Márquez y Héctor Rojas Herazo:
“Después de la comida, Héctor y yo continuamos la conversación de la tarde en el paseo de los Mártires, frente a la bahía apestada por los desperdicios republicanos del mercado público. Era una noche espléndida en el centro del mundo, y las primeras goletas de Curazao zarpaban a hurtadillas. Héctor me dio esa madrugada las primeras luces sobre la historia subterránea de Cartagena, tapada con paños de lágrimas, que quizás se parecía más a la verdad que la ficción complaciente de los académicos. Me ilustró sobre la vida de los diez mártires cuyos bustos de mármol estaban a ambos lados del camellón en memoria de su heroísmo. La versión popular —que parecía suya— era que cuando los colocaron en sus sitios originales, los escultores no habían tallado los nombres y las fechas en los bustos sino en los pedestales. De modo que cuando los desmontaron para despercudirlos con motivo de su centenario, no supieron a cuáles correspondían los nombres ni las fechas, y tuvieron que reponerlos de cualquier modo en los pedestales porque nadie sabía quién era quién. El cuento circulaba como un chiste desde hacía muchos años, pero yo pensé, por el contrario, que había sido un acto de justicia histórica el haber consagrado a los próceres sin nombre no tanto por sus vidas vividas como por su destino común”.
10. En Cartagena, Gabo escribió parte de La Casa, el proyecto de novela que luego se convertiría en Cien años de soledad
“Regresé a Cartagena restaurado y alegre, con la noticia de que estaba escribiendo La casa, y hablaba de ella como si fuera un hecho cumplido desde que estaba apenas en el capítulo inicial. Zabala y Héctor me recibieron como al hijo pródigo. En la universidad mis buenos maestros parecían resignados a aceptarme como era. Al mismo tiempo seguí escribiendo notas muy ocasionales que me pagaban a destajo en El Universal. Mi carrera de cuentista continuó con lo poco que pude escribir casi por complacer al maestro Zabala: «Diálogo del espejo» y «Amargura para tres sonámbulos», publicados por El Espectador. Aunque en ambos se notaba un alivio de la retórica primaria de los cuatro anteriores, no había logrado salir del pantano. Cartagena estaba entonces contaminada por la tensión política del resto del país y esto debía considerarse como un presagio de que algo grave iba a suceder”.
Vivir para contarla es una lectura que les recomendamos mucho, no sólo por la forma en la que en ella se retrata a Cartagena, también porque es la manera de conocer, en las propias palabras de Gabo, cómo fueron sus años de formación profesional y algunos secretos detrás de la creación de sus más grandes obras.
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