Busco una bocanada. En lugar de oxígeno, plástico. Me rodea la cabeza. Se flexiona. Se estrecha. Empujo la lengua hacia afuera. Solo patina y resbala. Succiono un pedazo. Lo muerdo. Percibo pequeñas corrientes de aire por los primeros orificios. Sigo mordiendo. Arranco un buen pedazo. Lo hago un bolo en mi boca. Y lo escupo. Por fin:
Aire.
Y ruido. Bolsas, cajas, cintas adhesivas, ruedas, pasos, voces, puertas. Una constelación de sonidos. El eco la abarca formando un cúmulo. Llena el espacio. Todo se oye, pero nada se escucha. La piel está pegada al plástico, excepto en los pliegues, donde se han asentado algunos estanques de sudor. Mi cuerpo también está empacado al vacío. Las extremidades están pegajosas por la flexible capa, con la punta de los dedos la presiono y la atravieso. Las suelas resbalan sobre un suave piso de icopor. Deslizo el pie y lo estiro hasta llegar al borde, donde mis dedos vacilan y se balancean. Sobrepaso el límite, saboreo la caricia de una nueva corriente de aire fresco. Al choque con el frío de la lisa superficie de concreto, me encojo a manera de reflejo y ruedo de vuelta hacia el poliestireno.
La bolsa parece un chompo transparentoso de los que venden cuando llueve a la salida de un concierto. El plástico llega solamente a la altura de mi pelvis. Mis miembros palpitan como si hubiera pasado todo el día parada. Las articulaciones están hinchadas y rojas, en cambio, los músculos lucen blancos y verdosos. Me veo toda a través del plástico: los brazos no me alcanzan a cubrir,
¡¿Cómo putas llegué aquí?!
Estoy rodeada de cajas, doy un paso hacia el concreto y de una se me pone toda la piel de gallina. Levanto la vista al pasillo del frente y me veo en un espejo de vigilancia, qué visaje, este plástico no cubre ni mierda. Me pongo roja y desvío la vista para fijarme en la puerta vaivén a mi espalda. Lentamente las bisagras se giran hacia dentro y atraen las hojas metálicas. Abren paso a una nueva corriente de aire que circula por mis extremidades. Qué frío tan hijueputa, mejor me devuelvo y me pongo en cuclillas, es la mejor manera de cubrirme. No quiero ni imaginar lo que pasaría si alguien me encontrara descubierta, las probabilidades son tantas como tipos de personas. Bajo las plantas de los pies, el piso tiembla por el ir y venir de ruedas y pasos. Vienen hacia a mí. La cara me hierve. Un carrito atraviesa el pasillo del frente seguido de una voz que dice: “déjame termino de organizar los últimos cortes y me voy directo para allá”. Esas palabras me dan un golpe seco. Las cajas se desdoblan, todo da vueltas, no sé dónde estoy, ni qué horas serán, ni cómo llegar a mi casa a ponerme un puto saco y meterme en las cobijas. Tengo que salir para averiguarlo – Desde dentro, otros pies se acercan, me sobrepasan, se dirigen a la puerta, van a salir, me levanto y, sin pensarlo dos veces, les sigo.
Sobre un montón de ruido: tu ru ruru rururu. Ese sonsonete de sala de espera me resuena en la cabeza. El amarillo y los estantes llenos de gente son los de un supermercado. La luz blanca de los refrigeradores me encandila. No logro distinguir entre mis muslos reflejados en el espejo de dentro y los rosados filetes congelados. Todo el mundo me va a ver. Van a verme con solo este plástico y van a asumir cosas. Van a pensar que todo es culpa de mis andanzas. Me gotea la nariz. El helaje del pasillo me hace gotear la nariz. Las vibraciones de los pasos y las ruedas se hacen más agudas sobre este piso de baldosa. Van a pensar que estoy escapando de un secuestro que yo misma me busqué. Por dar papaya. Los chirridos se van unificando. Se acercan, veo una mesa de degustación abandonada y me escondo tras el mantel.
Los rodachines se acercan, se entrecruzan y se alejan. El frío se me cuela por debajo de las costillas, los hombros me tiemblan. No sé cómo llegar a casa con este plástico, si entre más lo estiro, más delgado y transparentoso se vuelve. Qué pensarán al verme caminar con mis piernas verdes y rojas, lechosas y peludas. Conjuro imágenes que me traigan ideas para transformar esta bolsa transparentosa en un chompo traslúcido. La extiendo entre los dedos para buscar sus brillos tornasolados. Imposible con esta luz. Por qué pienso en lucir bien y no en buscar mi casa. Si igual me verán como un bicho raro. Al menos podría ser un bicho raro que se resguarda en un enunciado original y atractivo. En qué pienso, no se puede transformar esta basura desechable en ninguna declaración de principios. A lo sumo, alcanzaría el tono cómico y patético de la propaganda, devendría nuevamente en mercancía. No. No puedo salir a correr porque no sé dónde estoy ni a dónde ir. No puedo pensar si lo único que escucho es a una señora buscando afanosamente la carne más tierna para no irritarle el colón a su marido.
Respiro.
Cuántos últimos cortes habrán organizado desde esas primeras palabras, qué horas serán. Descubro desde una esquina del mantel: la luz amarilla es uniforme, no hay ventanas, solo estantes. No sea que se disperse la atención al producto y misteriosamente escape. De arriba cuelgan tubos led entre cada pasillo. Las varillas que los sostienen dan al techo de tejas grises, blancas y otras, aparentemente más delgadas, oscuras como si contuvieran la noche. Las vibraciones de los rodachines se fortalecen y debilitan por tandas, vuelvo a esconderme. Podría hacer un vestido con el mantel, lo jalo suavemente y la resistencia me trae a la mente la imagen de una greca sobre la mesa. Si sigo jalando, haré un escándalo, vendrán por mí y asumirán cosas. Harán de mi vulnerabilidad su espectáculo. Prefiero concentrarme en los chirridos. Gracias a ellos supe qué camino me llevaría a donde los carros metálicos arrancan y aparcan, la puerta. Los chirridos se van debilitando. Es mi señal de salir corriendo. Un corrientazo más fuerte que el frío me atraviesa. La luz amarilla se agrieta. Solo colores distingo en los estantes. También se agrietan. Manchas naranjas y verdes van ganando espacio. Van girando. Mezclándose. Neutralizándose. Me nublan la vista. Me desvanezco.
***
Tirito de frío. Cubrirme no lo aliviana. Trato de controlar el castañeo con fuerza en la mandíbula. El choque del aire con el plástico no me deja escuchar ni mierda. Aparte de eso, el polímero no me cubre ni me resguarda. La misma baldosa del supermercado bajo la planta de mis pies. Sombras yendo y viniendo. Desde una esquina de la puerta, reconozco la oscuridad de la noche tras la entrada y, a tres baldosas, veo el asfalto carrasposo. Tendré que cuidarme de no enterrarme un vidrio ni de pisar en falso. Un hombre de azul revisa a los consumidores, sus recibos y paquetes. Nadie parece notarme. Levanto la vista. Un sospechoso alivio: la casa está cruzando una avenida de cuatro paralelas, tengo que cruzar el puente y ya está.
Unos pasos se me acercan y me congelo en un esfuerzo por hacerme invisible. Un perro se detuvo a olerme las piernas, no como si saludara sino como si verificara si era o no un buen lugar para marcar territorio, sentí su pequeña lengua en mis pies y se alejó, descartándome. A lo mejor soy insignificante, en ese caso, podría volver a casa sin problemas. Me pongo de pie y veo mi pecho a través del plástico, instintivamente lo cubro con una mano y con la otra cubro mi entrepierna. No importa cuán desechable sea, mi cuerpa desnuda no podrá pasar desapercibida. Tal vez si no establezco contacto visual con nadie, nadie tendría por qué reparar en mí.
Quise echarme un pique hasta llegar a casa, pero los pies no me responden. Al coger impulso, llamo la atención de algunos ojos temerosos. Me miran dulcemente como una vaca sobre un cerco. Sienten pena al verme. Luego, prefieren hacer como si no existiera y seguir con sus vidas. Me saltan rápidamente, me evitan porque temen encontrarse algún día en mi lugar. Si supieran que ni siquiera yo sé cómo llegué aquí. Igual no tienen que saber nada, yo no tengo que justificarme, ellos tienen que dejar de meterse en lo que no les incumbe. Si así fuera, podría volver a mi casa sana y salva.
Pero no. El viento disminuye, el aire se calienta. No quiero que me vean, no quiero que se acerquen. Los ojos se van aglutinando y sus miradas tímidas se tornan insistentes y morbosas. Sus ojos se regeneran como las cabezas de una Hidra: cuando intento sacármelos de encima se duplican. Una multitud de miradas acechantes se va formando a mi alrededor. Estiro el plástico para cubrirme la entrepierna – mierda, se rompió. Ya están asumiendo cosas y vienen por mí. Quieren sacrificarme para conmover sus pasiones. Mi vulnerabilidad es su espectáculo y yo no puedo estar más expuesta. Busco una vía de escape a través de sus cortes. Qué gonorrea, ya perdí de vista mi casa.
Me canso de no entender. Están insatisfechos, me piden un escenario más realista. O una puesta en escena más delicada y frágil. Quiero huir sin importar a quién me lleve por delante. Su calor corporal me empaña los ojos. No siento las piernas. Todo lo veo nublado menos mis pies, que no sirven para avanzar. Funcionan para enloquecerme con el tacataca de los carros metálicos y los ruidos de la multitud demandante. La confusión me marea. Una nube de vapor me envuelve arrastrando las sombras. Llegaron por mí. El aire hierve. Asumen que me lo busqué:
¡Yo no me busqué ni mierda!
Caigo sobre mí. Me desparramo. Vienen a pisotearme. El suelo vibra tras el impacto de las patadas. Sus miradas deben ser interrogantes. Nada azara. Antes del primer golpe ya me había escurrido entre las grietas de la baldosa. Yo no nací para que me empaquen y me arrumen en una bodega de supermercado. Ahora son sus pies los que resbalan sobre mi reguero. Asuman lo que asuman no me van a atrapar. Me escurro entre sus dedos. Me desprendo. Me elevo con el vapor, me hago parte de él. Nos hacemos más ligeras. Entre más alto, vamos mutando en una nube de niebla. Los nublo. Me les meto por las narices. Ellos no entienden y tocen. Demasiado tarde. Llego al cerebro y se los zarandeo. Se los oxigeno. Hasta irme por el desagüe hacia su inconsciente.
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