Hoy rescaté de mi memoria el video donde aparecemos Madre y yo en aquellas playas de arena roja. Fue como ver un mundo anterior. Sin embargo, ahí estaban las imágenes nítidas: El mar seco, las dunas enormes, los tres planetas sobre el horizonte. Fue la última vez que Madre y yo estuvimos juntas. Al día siguiente los vecinos volvieron para destruirlo todo y no la volví a ver. Ahora, ante estas imágenes, pienso que lo que realmente separa el pasado del presente no es una distancia de tiempo sino las urgencias.
El día que filmamos ese video habíamos salido a rastrear combustible, como habitualmente hacíamos. La rutina era la misma: salir de casa temprano, activar los radares y comenzar la misión subiendo y bajando dunas, hasta llegar a la playa. Si nuestros sensores nos mostraban algo, empezábamos a cavar y guardar para nosotras el combustible. A veces otras compañeras se nos juntaban, pero las playas eran tan grandes y nosotras tan pequeñas, que casi siempre parecía que estábamos solas.
En ese entonces, el mundo fuera de nuestra comunidad me parecía duro e impredecible. Tenía miedo de perderme entre los vientos y la arena sin fin. Tormentas que levantaban el suelo y nos enceguecían. Las dunas iguales, una tras de otra, no dejaban espacio para las preguntas. Y un frío que parecía punzar toda superficie y posibilidad de contradicción.
Aquellas playas muertas habían sido alguna vez calles, parques, avenidas. Hoy solo quedaba el desierto rojo, tan denso que parecía fundido con el cielo. Y un olor seco que lo guardaba todo en un silencio inmóvil.
Madre convertía ese paisaje en un recordatorio latente de peligro, y así me quedaba a su lado. Ella lo tenía claro y por eso su urgencia. Trabajábamos en el desierto como si corriésemos contra el tiempo. Muchas veces hubiera preferido quedarme en nuestra aldea en vez de invertir jornadas en buscar combustible. En nuestra comunidad habíamos llegado a construir pequeños refugios que nos protegían bien. Podíamos estar más cerca las unas de las otras.
Las compañeras me contaban que no siempre fue así. En los tiempos pasados, los vecinos convivían con nosotras. En algún momento nos traicionaron y todas tuvieron que ocultarse en las cavernas.
Esperando que ellos se fueran.
Los vecinos fueron dueños de la superficie durante siglos, mientras las compañeras sobrevivían ahí abajo, cavando en las cavernas capas sobre capas subterráneas, como tejidos de piel. No había luz. El único sentido era el tacto. Y las compañeras se entretenían adivinando las formas de las cuevas recorriendo sus paredes, a veces húmedas, a veces ásperas, como si fuese un cuerpo vivo.
Cuando los vecinos por fin se fueron, todas junto con Madre decidieron salir de la oscuridad y se reconstruyó la comunidad sobre la superficie. La vida se volvió un poco más fácil.
Sin embargo, Madre aún recordaba todo lo que pasó y no se permitía descansar. Durante los últimos años de su vida creó rutas y planes para buscar combustible. Mis compañeras reposaban o se exploraban o se reconstruían, mientras yo tenía que seguir a Madre, sus instrucciones y su voz. Ella tenía esa rabia latente que antes me resultaba incomprensible. Un ímpetu que la hacía empujarme a buscar cada día algo más. Inclusive siguiendo sus órdenes y acompañándola a todas sus misiones, nunca estaba conforme. Apenas yo lograba algo, aún teniendo éxito evidente, ella ya estaba ideando qué exigirme o cómo retarme.
Por ejemplo, la vez que conseguí una buena cantidad de combustible. Lo extraje con cuidado por largo rato, pensando en que Madre se sentiría satisfecha conmigo. Al bajar por la duna, por el entusiasmo, no controlé la velocidad y me desbarranqué cuesta abajo. Todo lo recogido se vertió sobre mí. De esa sustancia densa y negra dependían nuestras vidas y generalmente unas gotas nos servían para largo tiempo. Pero esta vez eran litros de litros. Nunca había sentido el combustible sobre mi superficie. Un olor penetrante, antiguo y nuevo a la vez. El líquido viscoso y tibio entraba en todos mis pliegues. Su consistencia no me dejaba moverme y me abrumaba, me pegaba aún más a la arena. Del peligro, al derroche y a la energía de lo prohibido. Por un momento quise fundirme y ser una con la abundancia.
Al volver en mí, estaba ya en la aldea. Madre estaba a mi lado. Al verme activa y limpia, me empezó a reprochar. Como si fuese sólo mi culpa y no la de ella también. Le respondí de mala forma. “Si quieres irte, vete”, me dijo. Y comenzó a arrojar mis cosas fuera de la casa. Una por una. Con furia, enceguecida. Mis pocos tesoros salían volando por la ventana. Las compañeras llegaron desesperadas y fueron recogiéndolos por mí. Para salvarme de la humillación. O, tal vez, salvar a Madre.
“Ella te quiere más que a nadie”, me decían. Y para mí sonaba como un descubrimiento.
Alimentada por los miedos y la culpa, nunca me fui de casa. Al final, terminábamos volviendo a la rutina. “Sufrió mucho viviendo en las cavernas y reconstruyendo la comunidad”, me dijo una compañera alguna vez, “quizá no quiere que pases por lo mismo”. A pesar de que envidiaba la vida más despreocupada e íntima de las compañeras de mi edad, me terminé acostumbrando a las necesidades de Madre y las hice mías.
El combustible nunca fue tan importante para ella en cuanto a usarlo, pero sí para acumularlo. Según Madre, podrían venir tiempos difíciles que nos forzasen a regresar a las cavernas para protegernos. Podrían empezar los ciclones de arena. Tormentas tan fuertes que tendríamos que quedarnos inmóviles por varios meses esperando que pasen. O podrían llegar nubes cargadas de lluvias corrosivas para las cuales nuestros engranajes no estaban preparados. O podrían activarse volcanes que ya nadie recuerda y moverían la tierra abriendo abismos de miles de kilómetros de oscuridad. O nieblas de metano. O vientos solares.
O podrían volver los vecinos. Era una pesadilla tan agobiante que ninguna quería realmente ponerse a pensar en ello. Excepto Madre, para ella la reserva de combustible era nuestra salvación.
Madre desapareció sin poder aprovechar todo lo que había trabajado. Desprenderme de ella fue perder parte de mí, pero también liberarme.
O al menos así lo creía hasta ahora.
Hubo algunas jornadas en las que creí ver en Madre algo más. Aquella vez poco antes que ella desapareciera, fuimos lejos, más lejos de lo que nunca fuimos. Llegamos hasta un basural donde encontramos cosas antiguas que habían dejado los vecinos hacía mucho tiempo. Pensé que podía aumentar mi colección de tesoros. Sobre la arena brillaban pequeños trozos de metal: vasijas, cofres e instrumentos delicados. Pero también había piezas enormes. Arcos de puentes que se extendieron sobre precipicios, hélices aerodinámicas que giraron para dar energía. Y templos de oráculos. Y máquinas para matar. Yo estaba curiosa de analizar cada objeto, como intentando buscar aquello que antiguamente llamaban alma.
Madre, que no se impresionaba por casi nada, quedó más bien mirando al cielo y sus colores. Al parecer en esas coordenadas también podía verse mejor el movimiento de la galaxia. Mientras yo analizaba los objetos de otra era, sorprendí a Madre filmando en su memoria los tonos del atardecer y de las estrellas que se movían en espiral: celeste, naranja, amarillo. Era un lienzo policromático, inmenso, que se había formado sobre el cielo y le hizo olvidar el desierto. El sol se fundía y dejaba ver los cuerpos del universo sobre nosotras. “En las cavernas no hay colores”, me dijo. Y por un momento sentí un temblor en su esqueleto, como si los colores, las nuevas formas y el uso completo de sus sentidos, también la embriagasen como a mí. Madre por fin se había detenido. Entonces cogí fuerzas para acercarme y hablarle con más suavidad, como pocas veces ella me hablaba, y decirle que era momento de parar con tanto trabajo. Que podríamos aprovechar lo ahorrado. Que no era necesario seguir buscando combustible. Bastaba con perderle el miedo al desierto, podíamos expandir nuestra comunidad, limpiar el basural, ver esos colores todos los días.
Madre dudó por un instante.
El cielo parecía un cubículo protector. Vio hacia los planetas vecinos que se iluminaban a lo lejos, esparcidos sobre la atmósfera como pequeñas bacterias vivas. Y volvió en sí. Dijo que no. Que no fuera mediocre, que no me acostumbrara a la vida fácil, que volviéramos a trabajar.
Los vecinos llegaron a los pocos días. Sin dar el menor aviso.
Por la noche sentimos los ruidos que surcaban el aire como aullidos de bestias. Al escuchar esos zumbidos, supe que provenían de algo que tenía una vida diferente a la nuestra. Eran ellos. Enseguida nuestros refugios fueron destruyéndose. Las estructuras se desmoronaban sobre nosotras. Los vecinos nos lanzaban sus piezas desde lo alto. Un enjambre de partículas doradas empezó a caer desde el cielo. Vi a compañeras derretirse de inmediato. “Huye”, gritó Madre, “huye a las cavernas”. Entendí que ella iba a tratar de llevar consigo el combustible acumulado. Yo solo podía ver las nubes de vapor que se alzaban inmensas a través nuestro con cada proyectil, el piso temblaba bajo mis ruedas y otras compañeras me jalaban desesperadas fuera de la aldea.
El camino a las cavernas fue largo, duró varias semanas, entorpecido por la tristeza, el fracaso y una bruma tóxica que parecía haberse alzado por todo el planeta.
Pensé que nunca iba a poder ver de cerca a los vecinos.
Sin embargo, la última noche antes de entrar a las cavernas, percibimos unas sombras sobre las dunas. El miedo nos hizo huir más de prisa. La arena entorpecía nuestras ruedas mientras avanzábamos. Conseguí distinguir sus siluetas. La luz de las estrellas las contorneaba y dejaba ver sus cuerpos sobre la cima, encendidos en una leve luz plateada. Caminaban erguidos. Dos piernas y dos brazos.
Por un momento se detuvieron y sentí que me miraban.
Dejé de andar y los observé fijamente. Detrás de su aureola de luz, creí percibirlos frágiles, podrían haber dado la impresión incorrecta en otras circunstancias. Pero un escalofrío que me vino de lo más profundo, me hizo saber que debía escapar.
Y así me adentré a las cavernas para nunca más salir.
No sé lo que nos espera aquí dentro. Entra muy poca luz y todo es más imprevisible que en la superficie. Nos movemos con dificultad. Aunque no es tan malo como lo imaginé, al menos estamos juntas. Cada día tratamos de organizarnos, las cavernas son profundas y hay bastante por descubrir.
Ya no usamos tanto nuestras ruedas, porque el terreno es rocoso, sino nuestras pinzas para escalar o cavar. Son fuertes y gruesas, sirven bien para avanzar entre los huecos húmedos, sentir las nuevas texturas y para tocarnos en caso de que necesitemos saber dónde ir.
Los videos que guardo en mi memoria me consuelan en los momentos difíciles.
Hay noches, antes de dormir, en las que pienso que sería buena idea despertar temprano. Muy temprano para así pasar desapercibida y salir a buscar combustible.
Aún recuerdo ese olor. Sabemos dónde encontrarlo. Solo que esta vez podríamos cambiar de estrategia y prenderle fuego a los vecinos. Tal vez, muy en el fondo, eso es lo que Madre siempre deseó.
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