Claramente, la gente que se acerca a los libros tiene también el deseo de escribirlos, ellos representan una suerte de oráculo en el que posiblemente se encuentre algo revelador. Leer a su vez puede llevarle, como a mí, a reconocer la falta de aptitudes para la escritura, lo cual conduce a esa otra orilla en donde se lee por gusto y por el orgullo de llamarse lector, sabiendo que la media mundial de lectura anual no supera los dos libros por persona.

(Lea también: 10 libros que ayudaron a forjar el genio de literario de Gabriel García Márquez)

El gusto por los libros nunca fue algo de lo que me pudiera ufanar. Primero ha estado esa gente que ha intentado dirigir mis lecturas, queriendo llevarme por el camino “correcto” y aquellos que como mi madre no han parado de mirarme con un gesto de total incomprensión. Había experimentado cierto agrado al tener algunos libros, pero sin asombrarme mucho, dando por sentada su posesión, tal como uno piensa que el día que vive es uno más entre una serie de días que constituyen la vida.

El olor de los libros

Buscando material para mi tesis, di con un hermoso texto de Walter Benjamin, titulado Desembalando mi biblioteca. Tras apreciar el afecto con que Walter se refería a sus libros, quedé conmovida, entonces supe que también quería a los míos. Recordé los primeros que tuve y leí, entre ellos, Caoba, del escritor ruso Boris Pilniak. Lo perdí sin poder recordar las manos a las que lo había prestado. Lo compré confiada en la sugerencia de un expendedor de la universidad. A diferencia de otros estudiantes, yo no le encargaba títulos específicos, aceptaba sus recomendaciones confiando en el gusto de aquel que era definitivamente un lector. Este vendedor tenía una dudosa calidad de estudiante, pero se podía reconocer siempre su lectura. Admito que a veces me “metió”, dura y fea la palabra, pero hay que decirlo así, a lo mal, varios títulos que no había podido vender y de los que todavía no he podido pasar de las primeras páginas.

Recordé también aquellos otros libros que pasaron por mis manos y que fue tan difícil devolver y aquellos que nunca me devolvieron. El caso más notable es el culpable de que hoy, pasados unos cinco años, no pueda ver al hermano de uno de mis amigos sin un poco de antipatía. El episodio fue por un compendio de lecturas escogidas por Alfred Hitchcock, historias que no le permitieron producir para la TV, tituladas No apto para cardiacos. Hermoso libro, en la portada negra aparecía Hitchcock pálido y con los cachetes colorados. El papel era parecido al periódico, rasposo al tacto, fibroso, se le notaba la pulpa de los árboles, era ese tipo de papel que permite el trazo nítido de cualquier mina de lápiz. Ese libro, como todos los que vendía aquel expendedor de la universidad, había sido robado de alguna biblioteca. Yo no iba a bibliotecas porque no me parecían ni me parecen cómodas, además, debe lucharse contra la sensación de querer  quedarse  con varios ejemplares.

Parezco divagar, pero todo este rodeo es necesario para ir al siguiente punto que se corresponde con el título de este escrito, “los pendientes”. Me encanta encontrar ese tipo de escritor cuyos libros están llenos de referencias e invitaciones a otras lecturas. Benjamin es uno de ellos, revelador y generoso. Es así como a partir de sus recomendaciones, y otras más, he ido armando mi lista de libros pendientes.

Animada por Proust, me di a la tarea de encontrar a un escritor de apellido Bergote, mencionado en En busca del tiempo perdido. Luego descubrí que era una invención y que Proust me estaba mamando gallo. Denominarse con otros nombres ha hecho que muchos autores hablen de sí mismos como si fueran otro, con toda la limpieza que tal mirada externa permite, extenderse en su maquinaria creativa, el escritor es una ficción para sí mismo y me da tanto orgullo poder decir eso de ellos, con una frase bien construida, poética digo yo, al tiempo que me parece ver a un par de estos disimulando una sonrisa, por haberme puesto tal cosa en la cabeza con algo de sorna.

Las listas de libros pendientes se sabotean a sí mismas (esa es la mayor cualidad de toda lista). Entonces están los títulos que salen, los que se agregan, la lista crece y aumentan los pendientes, para los que nunca alcanza, y de repente la lista se hace parte de una lista más grande. La lista, además de la sugerencia, me ha hecho virar hacia autores que por cuenta propia quizá nunca habrían figurado en mi biblioteca.

Vieja biblioteca

Recuerdo una lista de 10 títulos que advertía mi casi nula lectura de autoras. Esa me llevó a otra lista de 10 autoras latinoamericanas que debería leer antes de morir, la cual  me acusaba y me hacía sentir más culpable.  Conocía algo de la poesía de mi género por nombres como el de Alfonsina Storni, Pizarnik, Gioconda Belli, el monumento de Sor Juana, la infaltable de las revistas web Wislawa Szymborska. En  narrativa sólo recordaba a una tal Laura Esquivel y a la J.K. Rowling de mi adolescencia. A estas dos últimas las había leído, ambas prestadas. Con las que sí contaba en mi biblioteca eran Carranza, reunida en edición conmemorativa, un trabajo del Instituto Caro y Cuervo de tres novelas reunidas de Soledad Acosta de Samper, un compilado heredado del bachillerato que he vuelto a hojear, con 17 autoras latinoamericanas, entre ellas: Cristina Peri Rossi, Isabel Allende, Carmen Naranjo, Elena Poniatowska, Liliana Heker, Clarice Lispector, Andrea Maturana y Rosario Ferré. Nombres que subrayé en esa primera lectura con la mina de mi lápiz en plena portada, cuando no era todavía tan cuidadosa con los libros, previendo que una versión futura de Margarita andaría buscando lo que esa Margarita había dejado para ella en esas páginas. Mujeres que escriben o escribieron antes de que yo naciera y me diera cuenta que las ignoraba.

Ahora serán unos dos años desde que empecé mi lista de lectura de escritoras. Un proceso que me ha llevado a ser consciente de que quiero saber qué dicen las mujeres que escriben. Me he ido por las letras grandes, Munro, Lessing, Woolf, Dickinson, De Beauvoir. Todavía no sé muy bien qué busco en ellas, pero la intuición me indica que las de mi género tienen algo que decirme y que no debo ignorar, para poder hablar de ellas como ellas mismas lo exigirían, sin zalamería.

(Le puede interesar: 7 libros que dan ganas de leer gracias a su portada)

Buscando razones para escribir acerca de una lista que sólo tiene interés para quien se la traza, encontré en un compilado de Sergio Ramírez, Puertos abiertos, una antología de cuento centroamericano, la palabra que creo más acertada para emular mi experiencia. Al referirse a su trabajo de compilación, Ramírez lo describe como un tipo de arqueología. Arqueología, amo esa palabra, en ella se materializa ahora el recuerdo de ese otro sueño de mi infancia, cuando me imaginaba descubriendo huellas de civilizaciones. Me agrada pensar que a eso me dedico con mi lista de libros leídos y pendientes, sin mayor interés que mi autocomplacencia, mi autoconocimiento, esos autos increíblemente significativos, todo uno.