La Temporada de Teatro de Cartagena se llevó a cabo del 22 al 27 de enero, en el teatro Reculá del Ovejo. Esta es la reseña de “Un extraño cadáver color malva”, una de las obras que hizo parte de la nutrida y variada programación del festival.
Una mujer, vestida de negro, toca el violín. Otra mujer, como llena de barro, está en medio del escenario. Hay una cortina de marcos rectangulares al fondo, cuelgan cual ventanas de un edificio. En una esquina del escenario, sobre una mesa de metal y con la cabeza hacia el fondo del escenario, un cadáver. Al frente, esquina derecha, cuatro personajes se asoman a través de una estructura de metal. Música, movimientos que se repiten. Uno de los cuatro se rasca la oreja, el otro tiene un libro en la mano. En medio del escenario, la mujer parece implorar, en su cara un grito congelado.
Así empieza “Un extraño cadáver color malva”, la obra que presentó la Compañía de Teatro Reculá del Ovejo, el 24 de enero, en el marco de la XVIII Temporada de Teatro de Cartagena. La Reculá del Ovejo es la única sala de teatro concertada con el Ministerio de Cultura en la ciudad, un espacio incrustado en la muralla, que es el refugio para la Asociación de Teatristas Independientes de Cartagena y otros grupos culturales, que hacen uso de ella para poner en escena sus trabajos artísticos.
La Temporada de Teatro de Cartagena es un evento anual que reúne propuestas teatrales de varios géneros y para todo tipo de público. Este año se llevó a cabo del 22 al el 27 de enero, en un esfuerzo de la organización por ofrecer unas jornadas atractivas, con una programación amplia, que incluye teatro para niños, niñas y adultos, talleres de formación, performances y conversatorios.
Por su parte, la compañía de teatro de la sala, en palabras de Jorge Nasir, director de la obra, “es un grupo en donde confluyen dramaturgos, directores, técnicos, actores y actrices con cierto recorrido de la ciudad”. Personas que viven la aventura de hacer teatro, en una ciudad que sigue mirando de soslayo a sus artistas. La obra, escrita por el dramaturgo cartagenero Alberto Llerena, es una metáfora de la violencia en Colombia. Una reflexión estética y escénica que pone a dialogar lo absurdo con lo mágico, lo doloroso con lo cómico.
La mujer canta. La mujer llora. Los cuatro personajes corren. Juego de luces. Hay confusión, música estridente. El cadáver está en el centro, cubierto por una sábana roja, se levanta, corre también. ¿Por qué corren? ¿De quién huyen? Una pregunta que comienza a tejerse y que podría responderse de distintas maneras. Pero en ese universo, tiene una sola respuesta. Corren porque huyen de la muerte, de ese destino que representa el muerto sin nombre, sin identidad propia.
Alberto Llerena construye una dramaturgia delirante, con una historia que halla su centro en aquel cadáver que lleva quince días ahí, y nadie lo ha reclamado. En escena aparecen: una mujer vieja que busca a su hijo, quien un día salió y no regresó; un testigo que no habla porque le cortaron la lengua y con él, una mujer que tuvo que cambiar su rostro para sobrevivir luego de la muerte de su marido mafioso y que busca a alguien que no conoce; el médico forense que cuida al cadáver y está irritado por los ruidos, desesperado de tanta espera y que repite una y otra vez que ahí solo se reciben muertos; un joven que huye para no morir, y una funcionaria que llega de afuera, de otro lugar, y pone solución a todo.
La acción tiene lugar en la morgue de un pueblo, cualquiera, en donde no para de llover. Los cuerpos en escena están cubiertos de barro (¿o cenizas?). Por lo que dicen, la muerte recorre todos los espacios de ese sitio y el río suele traer cadáveres. En la morgue se encuentran todos, para contarnos a nosotros, espectadores, la historia que cada uno carga, la manera cómo la violencia ha golpeado sus vidas. En esa reunión ocurre uno de los momentos más interesantes de la obra. Una mosca ha revoloteado por el espacio, una mosca con su sonido perturbador, fantasmagórico, una mosca como la voz que incomoda. Y la matan, entre todos matan eso que los incomoda. Son cómplices de esa muerte, la celebran, sin remordimiento, era un cadáver sin nombre. Solo caen en la cuenta de su crimen, cuando otro personaje aparece y sentencia: ¿una mosca? Eso puede complicar las cosas… ¡era un ser vivo! ¿Importa la muerte de una mosca en un territorio en el que hay cadáveres humanos sin identificar?
Llerena, con su obra, nos pone a reflexionar acerca de nuestro lugar en el conflicto. A pensar en qué extremo de la línea nos paramos. Y al final, aparece la Mujer de Gafas, una mujer-hombre que llega desde afuera, de otro lugar, sin barro, para solucionar el problema de los muertos sin identidad. Y la solución llega, claro, como ocurre en los lugares sin dios ni ley: a cualquier muerto, cualquier nombre. A cualquier madre, cualquier hijo, o una fosa común. Después de todo, cuando la violencia ha golpeado tanto, es difícil saber a quién se llora.
La fosa común, como metáfora del país en el que vivimos, puede ser el mismo espacio en el que corren los personajes, personajes sin nombres, el mismo espacio en el que la madre —sin nombre— llora. Una fosa común que los ha ensuciado a todos, los ha convertido en muertos, o en gente a la que poco sorprende la muerte, pues lo único asqueroso es que el cadáver se pudra o se hinche tanto que explote antes de encontrar quien lo llore. ¿No es éste acaso un retrato de lo que ha significado para líderes, periodistas, gays, mujeres, afrocolombianos, transgeneristas, indígenas, vivir en Colombia?
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Un extraño cadáver color malva se posiciona como una de las obras más representativitas de la ciudad. Una puesta escena que exige a actores y actrices una exploración del dolor, del cuerpo, del silencio, que recrea y reinventa los posibles diálogos que podemos entablar con la violencia, la muerte y la desesperación.