Las teorías de los afectos y las emociones tratan de explicar el por qué y cómo sentimos que falta algo aún sin saber qué es lo que falta. La melancolía, como todo, también es política.

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En la introducción de “The Cultural Politics of Emotion” (2004), Sara Ahmed mapea las teorías de las emociones según qué tanto interviene la dimensión cognitiva y qué tanto tienen que ver las sensaciones corporales con la manifestación -el sentir- de una emoción.

Según Ahmed, hay quienes -Descartes, Humes, James- han dicho que la emoción es lo que sentimos al percibir un cambio corporal que responde a un estímulo externo. Ver u oír algo que nos revuelva el estómago, por ejemplo, es el punto de partida para sentir repulsión. Es decir, sabemos que sentimos repulsión porque se nos revolvió el estómago. Parafraseo a Ahmed que afirma que la inmediatez de esta cadena reactiva sugiere erróneamente que no hay un proceso cognitivo de interpretación del estímulo y considera a las emociones dentro de una dimensión más instintiva. En la teoría afectiva actualizada, se comprende a las emociones como relacionales -una cosa respecto a otra- y como una forma de pensar.

Las teorías que se apegaban más al concepto de las emociones como reacciones físicas a un estímulo, dicen que hay un objeto detonante que puede ser material -el cadáver de una rata, el olor a carroña- o algo imaginado -un recuerdo del pasado- y, en cualquier caso, al ser percibido o evocado, ocasiona una reacción. Esta valoración de las emociones como reacciones, sin embargo, las reduce a una simple relación de causa-efecto entre los estímulos externos y la manifestación de las emociones, como si no existiera un filtro informativo por default en nuestro cerebro que se ha ido configurando y actualizando desde que llegamos al mundo y que está activo 24/7. No es un dispositivo que tenemos que “poner en marcha”; este filtro es parte de la puerta de entrada. Hay, siempre e inevitablemente, un paso de valoración del objeto detonante. Dice Descartes que un objeto percibido puede ocasionar una reacción positiva o negativa según veamos tal objeto como dañino o beneficioso. Para hacer tal categorización, es muy probable que el cerebro haya tenido que hacer una asociación de consecuencias o posibilidades (proceso cognitivo) con información disponible en su base de datos. Es decir: hubo una atribución de significado.

También en el marco de lo que dice Descartes, la emoción toma forma con el objeto y la emoción da forma al objeto (quizá a través del tiempo, quizá de forma aprendida) en el siguiente sentido: tengo un recuerdo de algo (el objeto) que detona un sentimiento. Ese recuerdo puede ser el objeto de mi sentir en dos direcciones: el sentir se forma con el contacto con la memoria y además implica una orientación hacia lo que se está recordando. Puedo sentir dolor cuando recuerdo una cosa y, luego, puedo decir que ese recuerdo es doloroso.

Con esa breve revisión de las teorías basadas en la reacción al estímulo, Ahmed dice que “las emociones tienen que ver con las valoraciones, juicios, actitudes o un ‘modo específico de ver el mundo”, es decir, están apoyadas en el componente cognitivo del proceso de producción de emociones. Habla sobre la historia de los significados y cómo se han creado -y transmitido, reforzado- formas de ver el mundo que hacen que a ciertos objetos emocionales se les atribuya características que no son intrínsecas a ellos, sino que se han formado por el contacto del ser humano con el objeto en tensiones de interacción pasadas. Aquí se habla de la socialidad de los objetos emocionales.

A partir de esto, Ahmed manifiesta que las emociones tienen más que ver con prácticas sociales y de relación que con la interioridad de cada individuo. Los significados atribuidos a los objetos que dan forma a nuestras emociones y a través de los cuales nuestras emociones toman forma, tienen una carga cultural y social de todo lo que ha estado antes de nosotros y que a nosotros se nos ha presentado como “la realidad”.

Por más conscientes que seamos del proceso racional que conlleva recibir información del exterior para manejarla cognitivamente, descifrar el efecto que tiene un suceso en el estado de ánimo del individuo es una ardua tarea que, además, debe hacerse con mucha atención al detalle, considerando que todo input tiene una carga cultural y personal en el contexto en el que se da.

Tomo como ejemplo un estado anímico que nos remite a una posición contemplativa, de inmovilidad, incluso de aturdimiento frente al ritmo del mundo: la melancolía.

A causa de ella, se ocasiona una especie de desfase relacional en distintas capas. La melancolía se genera con la ausencia de algo que no se sabe qué es con certeza y, por lo tanto, no podemos dar por cerrado el caso -como en el caso del duelo de un objeto identificado, por ejemplo- o hacer una sustitución que alivie la sensación de oquedad.

Cuando en Mourning and Melancholia (1917) Freud explica la dimensión del ego en situaciones de ausencia de algo, habla sobre la orientación de la libido. En el caso en que un objeto amado deja de estar definitivamente -muerte física- la energía libidinal puede, con el tiempo, redirigirse a otro lugar porque el recipiente en el que se había estado depositando se ha cerrado de forma definitiva. La persona entiende con relativa facilidad qué es lo que ha dejado de existir. En lamelancolía sucede diferente: también se ha generado una ausencia, pero no es, en apariencia, definitiva y los límites no están claros. Es decir, se ha “movido” el objeto amado -el término de una relación amorosa o de amistad, por ejemplo, en que la persona no muere, sino que sigue viviendo y existiendo- y se ha dejado de producir el contacto entre el objeto de la emoción y la emoción que generaba el objeto. Ese contacto producía un intercambio energético complejo en el que tanto el objeto como la emoción se producían en la relación de los sujetos. Ya no hay algo que antes estaba, pero ¿cómo identificarlo? ¿hacia dónde reorientar la energía de la libido para conseguir algo que atienda al ego cuya estructura ha quedado, de pronto, con juntas a punto de colapsar?

Así se manifiestan los síntomas atribuidos a la melancolía: “doloroso abatimiento, cese de interés por el mundo exterior, pérdida de capacidad de amar, inhibición de toda actividad, y la reducción de la autoestima hasta un grado que produce auto-reproche”. (Traducción de la autora a partir de Freud). Estos síntomas dificultan el desarrollo de actividades diarias de la persona que los presenta y ahí radica parte del problema de la imposibilidad de identificación del objeto de la emoción; interfiere en la vida de la persona melancólica.

Otra parte del problema sería el siguiente: ¿hasta qué punto lo que estaba antes correspondía a una necesidad del ego del individuo y no a una necesidad generada como reverberación del superego? Si consideramos lo dicho anteriormente por Sara Ahmed en cuanto a su exposición sobre las teorías que factorizan la socialidad de las emociones y la circulación de estas entre objetos -y de los mismos objetos- a través de la repetición histórica y cultural, es muy posible que lo inefable de la melancolía se deba a que la persona afectada tiene dentro de sí una carga de expectativas culturales y sociales que crean fantasmas de necesidad.

Tales fantasmas causan distorsiones en las cavidades del ego. Creer, por ejemplo, que una expareja nos “daba” “cariño” porque eso es lo que, culturalmente y en la historia reciente de las relaciones humanas –“el amor es un invento burgués”, dice la escritora Diamela Eltit-, “hacen las parejas”, hará con que, una vez retirada de nuestra vida esa persona, echemos en falta su forma de dar cariño. Sin embargo, si nos apegamos más a la voz del ego, podría ser que lo que hayamos dejado de recibir sea atención o admiración o reafirmación de nuestras ideas. Puede que nuestro ego necesite, independientemente de quien venga, ser depósito de una energía de la libido del exterior que subsane sus deficiencias de alguna forma. No es tan simple como “solo” “el cariño”; puede ser una dimensión mucho más egoísta y autocomplaciente que eso. O no.

El vacío que se produce es un juego de espejos. Parados en un lugar -el ego-, tenemos el ángulo adecuado para ver ciertas cosas. En otro -la información social acumulada como parte de nuestro “modo específico de ver el mundo” que corresponde a la dimensión del superego-, hay reflejos diferentes. Y tal como Freud ha demostrado como fundamento de su obra, estos “lugares” no están separados, conviven, son un tejido. Hay una coincidencia de sentimiento que no nos permite, objetivamente, elegir la posición desde la cual mirar. Oscilamos incontrolablemente entre esos lugares: lo que queremos y lo que debemos querer.

Apoyada en estudiosos de lo queer y del feminismo, Sara Ahmed habla de la influencia de la forma de narrar las emociones en la perpetuación de estructuras de poder. Mientras más difícil nos sea distinguir en qué lugar estamos y a qué espejos estamos mirando, más fácil será mantener un estado de las cosas en que se nos sugiera -y, por saturación, demande- que debemos querer ciertas cosas.

Perder el contacto con la idea de uno mismo por exposición continuada a discursos hegemónicos -que se la pasan estableciendo polaridades entre lo que debe ser y lo que no-, podría ocasionar una sensación permanente de estar incompletos, dilatada por la trágica imposibilidad de buscar soluciones porque no sabemos qué es lo que hay que encontrar.

Bibliography: Ahmed, S. (2004). The Cultural Politics of Emotion. Routledge. Freud, S. (1917). Mourning and Melancholia.