Hace unos días, una amiga me preguntó por qué me consideraba negro, si yo no lo era. Todo comenzó por una compañera de trabajo que dijo que la mujer negra debía tener sabor (para bailar), reconociéndose ella misma, como mujer negra. Para mi amiga ni aquella compañera ni yo, éramos negros. Nuestra piel no era lo suficientemente oscura para serlo. Entonces, intenté darle una respuesta. No me sentí conforme. No era la primera vez que me pasaba eso, que alguien me dijera que no era “tan negro”, que me tocara explicar tal cosa. Por eso, ahora intentaré elaborar una mejor respuesta.
Desde pequeño, al interior de mi familia, me llamaban: “el negrito”. Sí, desde niño mi color de piel fue la medida para entender mi lugar. Mis hermanos tenían la piel más clara que yo, y por eso, yo ocupada el lugar de lo negro. Pero con el tiempo, descubrí que no era solo por eso. Además del color de mi piel, mi nariz era más chata, mis cejas más gruesas y mi pelo era más ensortijado. Reunía una serie de características que me reafirmaban en lo negro. En el colegio la cosa no cambió. Mi pelo se volvió el centro de las atenciones. Me decían que me quitara el casco, pelo de Bombril, y toda una serie de chistes que determinaron mi relación de rechazo con el pelo. Soñaba con tener el pelo de Tommy, el de los Power Rangers: largo y liso, no esponjoso y rucho como el mío. Había un vecino, incluso, con un color de piel más oscuro que se divertía llamándome “pelo de rosquita”. En aquella época no lograba analizar el asunto. El pelo de él y mi pelo eran parecidos, pero mi error era dejarlo crecer tanto como para que se hiciera evidente que lo tenía como rosquitas. Escuché muchas veces todo ese discurso sobre por qué me vía más bonito con el pelo bajito, que esos pelos como los míos era mejor tenerlos bajo control. En esos momentos fui irremediablemente negro.
Pero algunos hechos me hicieron notar otras cosas. Un día, en el grupo de teatro del colegio, dos compañeros me pidieron que les enseñara las encías y las uñas. Al parecer estaban sorprendidos porque otro compañero, con la piel más oscura, tenía un color de encías que ellos, de piel más clara (no-negra), no lograban creer. Creyeron que compararlo conmigo era una manera de reconocer si era un patrón. Su veredicto fue que la razón por la cual ni mi encía ni mis uñas eran tan moradas, era porque yo era casi blanco. No blanco, solo “casi blanco”, pero, aun así, fui su referente de comparación. En aquellos años, mi cuerpo era un terreno en disputa. Mi cuerpo no era mío. Era una hoja sobre la que los demás decidían qué escribir.
Pensarme como alguien no tan negro, me agradaba. Me hacía sentir mejor conmigo mismo y la imagen negativa que me había formado. La raza estaba inscrita en mi piel mucho antes de que yo tuviera claro qué era la raza como concepto. Mi pelo seguía siendo un problema, y mi nariz. Mi hermano mayor solía burlarse de ella, hacía chistes sobre su forma que no eran divertidos. Así, me sometía a una evaluación constante ante el espejo, evaluación que me decía que no encajaba; que el prototipo de belleza (evidentemente blanco) no era para mí. La evaluación constante a la que me sometía frente al espejo hablaba de una necesidad de compararme con las imágenes que la televisión me ofrecía, pero además, con aquellos que, en la calle o en el colegio, logran ser reconocidos como bellos. Más tarde entendí que existía un prototipo de belleza negro, pero que ese fenotipo tampoco correspondía conmigo: o eran de piel más oscura, o de nariz más fileña, o de labios más gruesos, o de cabello más rizado, o de ojos más pequeños. En esos momentos era una isla. Todo eso, en una ciudad como Cartagena tiene sus implicaciones. El mestizaje, como lo han señalado varios autores, ha servido como cortina de humo para negar que somos una sociedad altamente negra, afro. Y que, en mi época de infancia, eran pocos los referentes que tenía en mi cotidianidad, que permitieran validar mi propia imagen.
En la universidad empecé un proceso de descubrimiento. Necesité mucha lectura y trabajo interno, para empezar a construir una mejor imagen de mí mismo. Leyendo entendí cómo el racismo actúa de manera sutil y nos hace sentirnos feos. Empecé a entender que en mi pelo tenía una forma de resistir. Desde entonces, me hago el corte que quiero, cortes de cabello que parecen destinados a los pelo liso. Pero, además, decidí nombrarme negro, tan negro como me siento y soy. Cuando empezó esa valoración interna, esa valoración propia por encima de la opinión externa, mi relación con mi cuerpo y mi belleza mejoró.
Sin embargo, he vuelto a escuchar que no soy tan negro. En este momento, cuando tengo un discurso sobre la raza (y la racialización) y sobre mi propio color de piel, las personas parecen percibirme “no tan negro” —una vez más—. Pero ahora lo veo más claro. Lo que habla a través de cada una de las personas que me nombra “no tan negro” es el racismo, pues, sacándome de ese lugar, se siente más cómodxs para hacer chistes y lanzar comentarios con tono racista. Sí, es el alivio de saber que no están ofendiendo a alguien dentro de su grupo. Cuando me llaman “no tan negro”, me ofrecen la ilusión momentánea de ser, en cierto sentido, parecido a ellxs.
Además, dicen que no soy tan negro, pero solo me encuentran parecido con gente negra: Will Smith, Mi primo Skeeter, un jugador de basquetbol negro, un cantante de champeta negro. Sí, extrañamente, las mentes de esas personas me asocian con personas negras, pero ellos insisten en decir que no lo soy tanto. Sin embargo, a pesar de no ser “tan negro”, reconozco las implicaciones de crecer en una sociedad que no se la pone a fácil a las personas negras. Como, por ejemplo, que entres a un centro comercial y el vigilante te persiga hasta que llegues a la caja a pagar. Por eso, lo que antes me hacía sentir bien, hoy, me resulta molesto. Cuando me llaman “no tan negro”, niegan mi historia de vida. Niegan que tengo una historia ligada a mi color de piel.
Es que han olvidado que lo negro no es solo un tono de piel más oscura. Olvidan que ser negro es más que una apariencia que los hace sentir cómodxs para hablar sobre esos otros que sí son negros, sin sentir culpa o vergüenza. Me recuerda lo dicho por Jorge Mancillas (2014): “todos experimentamos la vida diaria de una manera única, pero no cabe duda que ciertos elementos que ordenan y categorizan nuestra sociedad influyen las experiencias que vivimos y nuestra interpretación de ellas” (p. 15). Por esto, al llamarme “no tan negro”, me vuelven un sujeto sin historia, sin contexto. Pero además, me niegan la posibilidad de nombrar-me.
Si antes fui, una hoja sobre la que los demás escribían. Hoy soy el propio autor de mi obra, la mano que escribe sobre mí, es la mía. Es una estrategia de contra-escritura, porque la sociedad sigue dejando sus inscripciones en mí, pero yo también empiezo a dejar las mías. Mi cuerpo es tierra fértil en la cual siembro mis nociones sobre el mundo, y dejo crecer esas raíces que conforman quien soy y la manera cómo me nombro. Me nombro negro para reivindicar una historia que dialoga con la historia de otros que, al igual yo, entienden lo que es crecer con una relación conflictiva con tu color de piel, con la forma de tu nariz y con tu pelo. Me nombro negro para decir que no pueden volvernos en el “otro” y luego pretender estratificar esa otredad. Me nombro negro porque lo soy y porque desde este lugar de enunciación, miro al mundo con cuidado para descubrir esos espacios, discursos, personas que, desde la comodidad de su color no-negro y desde su privilegio, les cuesta reconocer la historia de los otros y pretender saber quién es y quién no es lo suficientemente negro.