Nueva York es una ciudad inspiradora, su música, sus paisajes, su poder de seducción son por sí mismos obras de arte. ¿En qué canción, pintura y película pienso cuando pienso en Nueva York? Aquí les cuento.

Una canción

Nueva York Fito Páez

Nueva york es un río: Un río de gente, un río de taxis amarillos, un metro que avanza por debajo de la tierra como un río, un río de personas halando perros y coches de bebé, trotando en Central Park. Nueva york es un río, como Al lado del camino, la canción de Fito Páez, esa en la que navegan un montón de palabras sin que sobre alguna, esa canción cuya extensa letra avanza de prisa y a veces se detiene,  tal como lo hace esa legión de gente de todo el mundo en Nueva york, según las señales del semáforo en cada esquina de Manhattan. Esa legión que avanza como un río buscando desembocar en el océano de luces de Time Square. Las calles de Nueva york son como el diapasón de una guitarra de doce cuerdas, igual a la que dicta el inicio de Al lado del Camino, único instrumento capaz de dibujar el cauce amplio, necesario para que Fito pueda sumergir entre esos acordes de dos orillas bien separadas, ese torrente de piedrecitas de español, que van desde “me gusta estar al lado del camino” hasta “dormirte cada noche entre mis brazos”. También, como palabras de la letra de una canción, deambulan los newyorkers, afanosamente y sin tropezarse, punteando las cuerdas del asfalto a cada paso, rasgando los acordes de la canción de Nueva york: la canción de los nietos de todos los abuelos del mundo.

Me gusta estar en Nueva york para posarme a su lado, verla panorámica, desde el margen, como dice Fito que se puede fumar el humo de las cosas mientras pasan. Pararme Al lado del camino de Nueva york para fijarme en lo desconocido de su mundo conocido. Fijarme en el skyline de Manhattan, desde la orilla de New Jersey, de día o de noche, de noche mejor, cuando las luces encendidas de los rascacielos hacen que parezcan gigantes robots con sentimientos. Fijarse en Manhattan desde la orilla de Brooklyn, en un atardecer sin sol, donde todo es gris, el puente, el mar, el cielo encapotado, y todo está tan solo y tan gris, que te hace creer que has ido a cumplir una secreta cita de negocios con el Jack Nicholson de The Departed. O también irse lejos de Manhattan, en la línea R del Subway, hasta la última estación de Queens y luego tomar un bus, para llegar a un vecindario mezcla de hispanos y asiáticos, más allá de Flushing Street, a dormir en un cuarto prestado, cuya ventana da al cementerio. Y tratar de dormir, en una cama con forma de carro de carreras, pensando en las tumbas que pueden verse por la ventana, pensando en cómo hace el niño de cinco años, el dueño de ese cuarto, para dormir allí, o cómo hace uno para dormir pensando en todo lo que durante el día caminó en Manhattan. Nueva york, como Al lado del camino, un río donde uno puede depositarlo todo, depositarse todo, para capturar su sentido fugitivo, como captó Fito en Al lado del camino la migración de su vida, desde el chico que jugaba a la pelota, hasta el hombre que camina distraído por la calle pensando en la brisa de la muerte enamorada. Ir a Nueva york a capturar el lugar y al mismo tiempo ser parte de su movimiento, incluso cuando simplemente te quedas quieto, con el Central Park a tus espaldas y el Dakota Building frente a ti, pensando en aquel 8 de diciembre de 1980, en el que otro hombre estuvo también allí, quieto, a la espera, armado, quieto, muy quieto, a la espera, con la firme intención de agregarle a Nueva york un luto para el resto de su historia.

Un cuadro

Nueva York Ofelia

Nueva york es una mujer flotando en el agua, del  pecho le brotan rascas cielos. En eso se parece a Ofelia, en el cuadro de John Everett Millais, llevada por la corriente, envuelta en un enjambre de flores como chispas de pirotecnia. Nueva york flota a pedazos sobre el agua y del pecho también le brota gente, mucha gente, revoloteando alrededor de esas flores de concreto vertical, con afán, zumbando como abejas apresuradas. Nueva york no huele a flores, como Ofelia mientras navega, Nueva york huele a curry, fríjoles, boloñesa y mostaza de hot dog; también a billetes; billetes propina machucada en el bolsillo de un mesero, billetes limosna en el hueco de la mano de quienes han hecho de mendigar un negocio rentable, billetes en la máquina para recargar la metrocard que se los traga. En Nueva york todo el mundo quiere plata, los homeless, los artistas callejeros, los que se cuelgan un letrero en el cuello que dice “give me money for weed”, el tipo con aspecto a medio camino entre ex presidiario y escapado de un manicomio que te aborda en una calle solitaria de Brooklyn para pedirte con autoridad un dólar, simplemente porque sí. Todo el que llega a Nueva york llega con ansias de algo, todos piden, como parece que pidiera Ofelia en el cuadro de John Everett Millais, con las manos como unas cucharas hacia el cielo. Y eventualmente todos encuentran lo que fueron a buscar. En Nueva york hoy eres un artista callejero y mañana te despiertas entre las sábanas de seda del sueño americano. 

Ofelia, la mujer que nunca duerme en el cuadro de John Everett Millais es Nueva york. Y Nueva York nunca duerme porque es el cronómetro del mundo, siempre andando, siempre con los ojos abiertos, testigo de todo, hasta de este costeño colombiano al que una pandilla de negros gigantes, vestidos como un macabro equipo de bascketball, le robaran 100 dólares en el parqueadero subterráneo del Madison Square Garden. Pudo ser peor, pero Nueva york estaba allí, con los ojos abiertos para verme, velar por mí y que pudiera salir a la calle con apenas un rasguño en el ego. Salir a la calle a ver la forma en que el sol del atardecer en Manhattan se bebe al Empire State de la cintura para arriba. Ofelia, musa de Shakespeare, de Rimbaud. Nueva york, musa de todo poeta que alguna vez haya pisado sus concretos. Capote, Ginsberg, Auster, García Lorca. Ofelia, enloquecida por la pena ante la muerte de su padre, Nueva york, enlutada todavía, y quizá para siempre, por aquel 9/11 que le robara tantas vidas y que le transformara un par de rascacielos en abismos.

Una película

Nueva York Estella

Nueva york, una ciudad que te muerde para comprobar de qué metal estás hecho, un lugar para brillar todo lo que uno tenga de oro y sumar el brillo propio a la incandescencia de Time Square. Nueva york, como Gwineth Paltrow en el papel de Estella en Grandes Esperanza, la cinta de Alejandro Cuarón basada en el libro de Charles Dickens, primero te azota con su indiferencia para luego demostrarte que está perdidamente enamorada de ti. Nueva york para vestirse de verde, como todos los personajes en todas las escenas de Grandes Esperanzas. Nueva york para ser el lugar en el que por primera vez estuve en un hemisferio distinto al de mi casa, con los residuos de la nieve que nunca había visto, al inicio de la primavera de 2013, tan extraña para alguien que solamente conocía las estaciones de la lluvia o el sol. Nueva york para llegar a ella a sentirse en una escena de Querida encogí a los niños, pero con edificios en lugar de plantas, y luego de un par de días caminando por Park Avenue, sentirse del tamaño de King Kong. Nueva york para  hacerme visible para mí mismo, Nueva York para estar presente, Nueva york para volver a Nueva York.

Lea también: El dulce olor de la Plaza de los Coches