Michel Foucault dijo en una entrevista, refiriéndose a las escuelas que: “en estos temas de vigilancia, y en particular de la vigilancia escolar, los controles de la sexualidad se inscriben en la arquitectura. En el caso de la Escuela militar las paredes hablan de la lucha contra la homosexualidad y la masturbación”. Hablaba Foucault sobre la sociedad disciplinaria, y la idea de poder que se inscribe en “El Panóptico”, una obra de Jeremy Bentham, sobre la que él reflexionaba, a propósito de la sociedad. Pero sobre todo, en el poder que se ejerce cuando se desea vigilar al otro como método para mantenerlo en la senda de lo correcto.
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Al respecto surgen muchas inquietudes, puesto que, lo que podría pensarse como una reflexión de antaño, o una referencia lejana, cobra todo el sentido en la actualidad. La vigilancia y el control sobre la sexualidad sigue siendo un tema de discusión. Y aún existe un castigo para aquellos que no encajan en la heteronormatividad. El rechazo, la violencia directa, la falta de garantías, el prejuicio de los otros son solo algunos ejemplos del tipo de castigo que esta sociedad impone.
Las escuelas pareciesen condensar esto. Casos como los de Sergio Urrego son solo una pequeña muestra, pues son muchos los que no alcanzan a llegar a los medios de comunicación. Las escuelas se vuelven instituciones que normalizan, que castran. Los profesores, encerrados en sus moldes, leen a sus alumnos en la clave de género que aprendieron y a partir de allí imparten sus enseñanzas; aquellas que van más allá del área de conocimiento que manejan. En los salones de clases se privilegia la heteronormatividad, con alumnos que repiten prejuicios y profesores sin las herramientas suficientes para dar un debate serio al respecto. Tener a un alumno que tenga una expresión de género no convencional, resulta un experimento demasiado peligroso para una escuela.
Los salones de clases, espacios pensados para la construcción del saber, terminan convertidos en un campo de batalla por la reafirmación de lo que se supone debe ser. Mientras aquellos que no encajan, terminan confinados a los extremos, reducidos a grupos de marginados, como si fuese eso, un entrenamiento para el mundo exterior. El niño afeminado o la niña demasiado brusca cargan con el señalamiento constante, tanto de sus compañeros como de los profesores, jueces del género y la orientación, que van por ahí intentando corregir lo que consideran que está mal. Así, son llevados a espacios de exclusión, burla y, por supuesto, de corrección.
La escuela, como edificación, termina siendo una metáfora de la violencia. Sus pasillos hablan de la lucha constante, del esfuerzo por caminar más derecho, por el miedo a cruzarse con los que te acosan, por el dolor de escuchar las risas de las niñas que te creen rara, por el temor a perder tu merienda, o la plata que te dieron en casa, por la inseguridad que te rodea al saber que la autoridad no está de tu lado.
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Y llegas así, a otros espacios de las escuelas que también hablan al respecto. Los baños, esos lugares de privacidad, se convierten en el muro para decir lo que los jóvenes desean. La homosexualidad, la masturbación, la sexualidad en conflicto, son temas que una y otra vez aparecen en las paredes de los baños. Y ojo, no solo en las escuelas militares como afirma Foucault. Estos temas se vuelven reiterativos en todas las escuelas. Y es que los baños, como lo dice Beatriz “Beto” Preciado, son “cabinas de vigilancia del género”. Allí, en esas cabinas, la presión aumenta. Por eso, las niñas sentadas en el inodoro, aprovechan para escribir sobre sus compañeras. Señalan a las otras de perras, sospechan de la que puede ser machorra, o dicen quién ya está menstruando o quién se acostó con quién. Una manera de cuestionar el comportamiento sexual, a partir de señalamientos morales que la escuela refuerza. Intentando dejar claro, cuáles son las formas de ser mujer-femenina-heterosexual. Representado en una menstruación secreta y una sexualidad tardía, que encuentra su sustento en la virginidad, pero con un deseo latente por los hombres. Por su parte, los hombres dibujan penes de todos los tamaños, las paredes y las puertas terminan siendo una oda al falo y la eyaculación. Hablan del gay del salón, de quién lo chupa, de quién la mete, verifican quién orina sentado, cuánto demora haciéndolo, o con quién se acostaron, intentando poner en evidencia la sexualidad que se desvía, o reforzando la masculinidad fuerte y heterosexual.
Las instituciones de vigilancia terminan creando estos ambientes. Dentro de la escuela se premia la actitud de delatar al otro. Ese sistema en el que cada uno es sospechoso y alguien más puede ponerlo en evidencia. Y lo que ocurre es que se crean cuerpos rígidos que asumen la sexualidad no heteronormativa de una forma restringida, que la viven con el miedo a ser descubiertos, a ser señalados, a ser expuestos de alguna forma. Creando también sujetxs que interiorizan ese cuestionamiento y salen al mundo con la idea de estar en desventaja. Y pasa igual con los vigilantes, esos que asumen la labor de ser una mirada que cuestiona al otro. Al final, interiorizan ese comportamiento, lo vuelven parte de su interacción social. Desconociendo que en el juego de vigilar y ser vigilado, nadie está realmente a salvo. Olvidando que nadie encaja del todo.
Las escuelas que vigilan, que intentan controlar a los estudiantes para que sean sujetxs producidos en serie, terminan por descuidar el aspecto más humano. Una escuela que permite la discriminación, que da lugar a espacios de tensión en los cuales no es posible ser sin el temor a ser castigado, es una escuela que está condenada a fracasar en su proyecto educativo. ¿Cómo se construye una sociedad más honesta, más incluyente, más humana, si la escuela sigue anclada a formas de poder que generan dolor y angustia?
En este momento, cuando pretendemos mostrarnos como una sociedad que pasará la página del conflicto armado y empezará a mirar otras problemáticas que merecen ser atendidas con urgencia, las escuelas y la manera en que éstas asumen la educación, debe empezar a ser un tema que se discuta con seriedad y profundidad, para poder de-construir aquellos elementos que hacen de estas instituciones lugares hostiles para quienes no encajan en la “norma”. Quizás entonces, en los salones de clases será posible crear ambientes más sanos, y los baños de las escuelas empezarán a hablar de otros asuntos, y darán cuenta de unos estudiantes más libres y más humanos.