La escritora Claudia Angel presenta en Cabeza de Gato la historia de Ignacio, un niño que cada mañana, antes de subirse al bus del colegio, debe enfrentarse a “la bestia”.

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Héroe de Preescolar Claudia Angel Cuento

         Ignacio corre con las fuerzas que le dan sus cinco años de vida. Da un brinco al primer escalón y se agarra con una sola mano de la manija. Termina de subir la escalerilla con su morral de letras en los hombros y su lonchera azul de Batman en una de las manos, da grandes pasos abriéndose camino por el corredor atropellando a varios de sus compañeros. Al llegar a la última banca del bus escolar se sienta de golpe, fatigado pero victorioso, después de haber ganado una batalla más. Junto a él, González y Abella, sus amigos del preescolar, lo miran con unos ojitos ávidos de escuchar las hazañas que tuvo que sortear ésta vez para huir de “La Bestia”.

El gordo Jiménez se echa a reír —otra vez con lo mismo —reniega mientras se aleja de ellos.

—Me levanté temprano, calladito. Me bañé muy deprisa. Me vestí con el uniforme del cole, pero ojo que debajo de él llevo mi traje de ninja —dice subiendo el buzo de hilo verde hasta arriba de su panza—. Busqué entre mi baúl todo lo necesario: la bolsa con mis canicas, la cauchera, el escudo del Capitán América y  la espada roja que me dio el Niño Dios. Armado y listo salí de mi cuarto. Mamá estaba en el baño frente al espejo, pasé agachado para ocultarme de ella. Al llegar a la cocina, vi a La Bestia de espaldas; grande como de dos metros, peluda como King Kong.

González y Abella, con los ojos brotados no respiran para no interrumpir la historia de Ignacio. Pinilla, que es de otro curso más atrás, escucha atento arrodillado en la silla de adelante, dejando ver por entre la baranda de la silla solo los ojos y uno de sus dedos en la nariz.

—Como buen ninja me acerqué en silencio. Cuando ya estaba casi encima, saqué la espada y la ataqué por la espalda. La Bestia no supo qué ni quién la atacó. Se volteó echando llamas por los ojos, gruñía en un idioma que sólo las bestias conocen. Se abalanzó hacia mí lanzándome una gran red y millones de aros mortales de colores, pero yo fui más hábil, me oculté tras el escudo del capitán América y no logró hacerme daño.

El corrillo de compañeros del bus de Ignacio lo miraba sin parpadear; él, en ocasiones, sin darse tiempo de respirar se ahogaba entre frase y frase.

—Aproveché para contraatacar. Saqué la cauchera y las canicas, le lancé una, después otra; empecé con las pingüas, las más pequeñas, parece que ni cosquillas le hicieron con esa mata de pelo que la cubría y el trapo negro que se enrollaba en el cuerpo. Seguí con las medianas: las maras, las ojo de gato; La Bestia se hacía más grande, sus gruñidos más fuertes, corría tras de mí escupiendo ácido de su boca, tropezándose con los múltiples obstáculos que yo ponía para ella. Corría y disparaba, corría y disparaba —repetía imitando como si aun sostuviera la cauchera entre sus manos.

Pinilla no resiste y salta de detrás de la baranda como si él estuviera recibiendo los bolazos.

El gordo Jiménez se une a ellos interrumpiendo:

—¡Oiga Mendoza! y ¿le echó también la mara espejo?

—Sí —responde Ignacio—, tenía que hacerlo, era todo o nada contra La Bestia. Disparé una por una todas las bolas, no importaba que ya no me quedaran para el campeonato de piquis en el recreo. Al final decidí disparar las más grandes, las potas y las súper potas.

Todos balbucearon con la boca abierta, sin lograr armar ni una sola frase completa.

—Sin pensarlo cogí mi bola favorita, una pota azul transparente con pedacitos de vidrio de colores adentro —explicó Ignacio como si sostuviera la bola entre sus dedos—. Y pum. ¡La lancé!, tan de buenas que la bola fue a dar justo en la frente de King Kong. Ahí supe que había ganado. La mancha roja en su cabeza me dio la victoria.  La Bestia dejó de correr y se rindió. La vi ocultarse paralizada de miedo bajo un inmenso muro de agua. Muy rápido aproveché para recoger y esconder mis armas de nuevo en el baúl; escuché un pito que venía de afuera, pasé por el baño, le di un beso a mamá, cogí mi morral y mi lonchera, y corrí a la calle para no perder el bus.

Pinilla, González, Abella y hasta el gordo Jiménez vitorearon y aplaudieron a Ignacio. Alabaron sus hazañas y premiaron su victoria cada uno con una canica para el piquis del recreo.

En la casa, la madre de Ignacio salió del baño para desayunar, en la cocina no encontró más que un enorme reguero de Froot Loops y varias bolas de cristal en el suelo. El limpión de la cocina, la mesa y un par de sillas del comedor estaban fuera de su lugar. María, la empleada indígena que su marido había llevado a trabajar a la casa, se volteó con un bulto colorado en su frente, enrollada entre su chal de lana y su pelo negro largo escurriendo el agua con que acababa de lavarse la herida en el lavaplatos.

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