Roberto Burgos Cantor, cuentista y novelista de Cartagena, nació unos días después del 9 de abril y murió el martes 16 de octubre en Bogotá: 70 años después, recién había ganado el premio de novela nacional con “Ver lo que veo”.
En 1980 había publicado su primer libro de cuentos, “Lo amador” que inicia con la historia de una mujer que canta o mejor tararea como en un eco del caribe, los sones cerrados del Beeny Moré… “Abandonar Cartagena de Indias y viajar a Bogotá fue un desprendimiento. Un aprendizaje de despojo. Tus amigos, prestigiosos profesores de la Facultad de Derecho no entendían por qué yo, tu hijo, me iba a estudiar fuera…Para mí era un tirarse a la vida y que sus aguas y corrientes decidieran dónde empujarme o ahogarme en sus remolinos imprevistos”. Roberto Burgos Cantor, Señas particulares.
Escribo esta semblanza con un disco de Benny Moré de fondo, respirando las brisas de 1980 y las esquinas soleadas que llevaron a escribir toda una vida a Roberto Burgos Cantor:..”Vamos a la playa que ya es de madrugada”. Salí de una clase de literatura y me enteré de la infausta noticia de su deceso. Me repicaron tristezas y reproches por no haber podido compartir más de sus conversaciones y me puse a escribir con un viche curado de cabecera. En sus memorias literarias, “Señas particulares” (1998), raro género que pocos han cultivado entre nosotros (tierra de Memorias de políticos e informantes), Roberto Burgos Cantor contaba su vida en la costa y su llegada a Bogotá, hablaba de su cercanía con Gabo (hizo parte de su comitiva en aquella fecha gloriosa para nuestras letras en Estocolmo), de sus lecturas, de su inmersión en las olas de bogas y cimarrones que terminarían sembrando su Ceiba de la memoria (Premio Casa de las Américas), -ya legendaria novela sobre la épica resistencia de los esclavos africanos en América (unida a Jacques Romain, Édouard Glissant, Mia Couto, Jorge Amado, Zapata Olivella y tantos otros ilustres)…
Escribo recordando sus palabras recientes cuando hablábamos en un café a la vuelta de su oficina como director del departamento de Creación literaria de la Universidad Central. Me hablaba de la llama viva, a lo Octavio Paz, de la poesía como remanso único del narrador, de sus lecturas que siempre partían de la poesía… “los secretos vasos comunicantes entre la poesía y el cuento” que llamaba él y que le susurraron al oído en los cafés del centro de Bogotá, Álvaro Mutis y García Márquez. En una de sus últimas entrevistas en El Universal de Cartagena dijo: “me acompaña siempre algún poeta: Saint John Perse, Aimé Césaire, Derek Walcott. Al leerlos, descubrí una sensibilidad que no había descubierto.”
Roberto Burgos Cantor había estudiado Derecho en la Universidad Nacional en los años setenta. La Universidad le concedió el doctorado honoris causa hace tres años. En su discurso nos dijo: “El escritor está condenado a no graduarse. Si repite el secreto de sus sombras chinescas, se agota. Y escritor es apenas quien escribe. El látigo inclemente que la sensibilidad de Capote advirtió. La necesidad ineludible de encontrar la forma que traerá para darla. Quien trae la forma da la forma dijo aquel que robó el fuego. Al fin y al cabo el escritor es un descolocado.”
Leer su obra nos acerca a nuestras raíces dispersas entre viejos sones y silencios arruladores. Cielo sin pájaros con la luz repetía Burgos Cantor, es nuestra identidad confundida que no podemos olvidar. En mi pequeño panteón de salsa y literatura brilla con reboso una antología de cuentos en la que aparece Roberto. Se titula: “Historias de amor, salsa y dolor”, hecho en Cali por la editorial Cuervo en 1989, en la que participan Andrés Caicedo, Umberto Valverde, Julio Olaciregui, Medardo Arias, Fabio Martínez, Leopoldo Berdella, Roberto Ruiz, Oscar Collazos…y Roberto Burgos Cantor. Como dice Germán Cuervo en el prólogo: “todos ellos no escriben sobre la salsa, sino que viven (o vivieron) dentro de ella: es como si la sustancia de sus días estuviese impresa en un disco”.
La muerte siempre nos sorprende por su naturaleza provisional. La vida es la que nos acecha en cualquier esquina. El tiempo escueto del encierro, de la soledad, de los pudo ser nos martillarán en la tumba fría. Quedan los libros en los fríos estantes, testigos ya mudos de las madrugadas desperdigadas en los solares inolvidables de la infancia Adiós Roberto: te despedimos con una vieja canción de la Sonora Matancera, adoración de la vieja sonora: “En la radio anuncian que el entierro será mañana”, que te pongan un long play del Jefe, que lean tus libros en voz alta en el pasaje del viejo LEY de la carrera séptima, que te lleven en una caravana como a Gardel o a Miguelito Valdés: “Vengo a decirle adiós a los muchachos”.
Hace pocos días tuve la oportunidad de dar una conferencia sobre su obra en Brasil en la que evocaba sus Memorias: “Quizás, entonces, escribir sea fundar regiones de resistencia, refugios de humanidad donde se mantiene el fuego y se preserva la imaginación”.