La tarde del pasado solsticio de verano visité el lugar donde reposan las cenizas de Gabriel García Márquez. Ese día ocurrieron dos coincidencias que vale la pena mencionar, pues hicieron que mi visita, precisamente en esa fecha, estuviera precedida por lo que podría ser el inicio de una trama del mismísimo García Márquez. Por un lado, por primera vez en sesenta y ocho años, el solsticio coincidiría con una noche de luna llena y, por otro, horas antes de mi llegada al Claustro de la Merced, mi madre, debido a esas tareas insospechadas de las que deben encargarse los sobrevivientes de un difunto, conoció a Mercedes Barcha.

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Había llegado catorce días antes a Cartagena y uno de mis propósitos era no volver a Bogotá sin conocer el recién inaugurado recinto. Desde el pasado 22 de mayo las cenizas de Gabo descansan en el patio del Claustro de la Merced, sede de posgrados de la Universidad de Cartagena. A mediados de la semana anterior intenté un primer ingreso, sin embargo, el portero me indicó que se permitía la entrada hasta las cinco de la tarde y ya eran pasadas las seis.

Aquel lunes de solsticio, un día antes de mi regreso a Bogotá, fui otra vez, de nuevo contra el tiempo. Tras un trayecto en Transcaribe y un acelerado trote desde la estación hasta el claustro, llegué faltando diez minutos para las cinco. Dos porteras me pidieron que registrara mis datos en una lista de visitantes. El título impreso en la hoja correspondía a la asistencia a un seminario. Atribuí la inconsistencia a la tacañería de la universidad y consigné mi información, como lo hicieran antes unas diez personas y lo hicieran otras diez que me sucedieron.

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Dos pasos más adelante, estuve frente a una de las cuatro escaleras de vidrio que suben hasta una plataforma del mismo material, sobre la cual se erige el busto que eterniza en bronce la sonrisa del nobel. El paso a las escaleras está vedado por cordones como los que separan las filas en los bancos o impiden acercarse a las obras de arte en los museos. Consideré un poco vulgar e innecesario aquel límite. Debajo de la plataforma hay un jardín del que emerge lo que parece un enorme pedazo de muralla que se hubiera tragado la tierra hace siglos. Pensé en el galeón encallado en el desierto con que se topó José Arcadio Buendía, cuando quiso encontrar una ruta que comunicara a Macondo con el resto del mundo. Luego me enteré de que se trata del techo de un aljibe de 300 años, que apareció allí por sorpresa y que obligó a rediseñar esta suerte de mausoleo para integrar la reliquia. Alrededor del aljibe han sembrado árboles de durazno que serán mantenidos a la altura de arbustos. La escultura de Gabo se alza en la cúspide de aquella construcción, cuya forma piramidal me hizo pensar que el dueño de las cenizas que allí reposan, en vida, no había sido un escritor sino un faraón. Un título nada desmerecido para el hombre que diera a Colombia su más grande gloria cultural a la fecha.

La presencia de los restos mortales de Gabo ha servido para darle al patio del Claustro de la Merced una vida que quizá no habría tenido por cuenta de la Universidad de Cartagena. Yo, que estudié allí, puedo decir que el aspecto de aquel patio llevaba más de una década coqueteando con la ruina. Los detalles de la restauración parecen responder a instrucciones pormenorizadas que Gabo hubiera dejado por escrito adjuntas a su testamento. Imaginé a los arquitectos leyendo aquellas páginas, absortos en la meticulosa descripción con la que Gabo les indicara, con adjetivos exactos para evitar equívocos, cómo deseaba que luciera su última morada. Imaginé a Gabo redactando, tal vez a mano y con las últimas chispas de lucidez, aquellas instrucciones, a sabiendas de que con base en sus frases, el patio de la institución fundada por Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander se convertiría en lo que es ahora, un epicentro palpable del realismo mágico sobre la faz de la tierra.

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Gabo pudo elegir como albergue para sus cenizas el patio del hotel Santa Clara, escenario de Del amor y otros demonios; el parque Fernández de Madrid, en el que tanto transcurre El amor en los tiempos del cólera, o, incluso, su propia casa en la calle del Curato. Algo me dice que el patio de la Merced les ganó a los otros, porque además de bonito, atendido y discreto, está abierto al público. Quien en vida afirmara que escribía para ganarse el afecto de sus amigos, querría un espacio en el que pudieran visitarlo sin mayores restricciones. Una última morada desde la cual su busto se fijara a través del portón en el firmamento de Cartagena detrás de la muralla. Un lugar donde el viento venido del mar se arremolinara como exprimido de la barriga de un acordeón.

El patio del claustro, con sus doce banquitas, sus jardines y sus árboles envueltos en enredaderas, resulta sobrio, encantador y un poquito corroncho. Corroncho en el sentido que Gabo lo entendió, es decir, como un valor positivo que condensa el ser de la humanidad que sólo es posible a orillas del mar Caribe.

En este nuevo patio de la Merced nunca se tiene la impresión de visitar una tumba; aquello parece una puesta en escena para resumir el ingenio literario de quien sonríe eternamente tallado en bronce. En la esquina izquierda, detrás del busto, hay un pozo sin agua que recuerda al de los Suspiros en el convento de Santa Clara, donde recluyeran a Sierva María de todos los Ángeles para exorcizarla. Unas cuantas mariposas amarillas cuelgan del par de árboles que custodian las esquinas frontales. Espero que las mariposas sean parte del diseño y se queden allí siempre, para que todo el que llegue las reconozca como parte del séquito que seguía a todas partes a Mauricio Babilonia. Las mariposas amarillas son el símbolo al que más se recurre para hacer referencia a Cien años de soledad, sin embargo, ya es de aquellos que en vez de convertirse en lugar común, han hecho tránsito a símbolo patrio.

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El patio de la Universidad de Cartagena ha mutado en una especie de Parquecito de los Evangelios, en el que uno, al mediodía, pudiera toparse con Florentino Ariza, haciendo tiempo mientras espera a que Fermina Daza salga del colegio para verla de lejos. O, de noche, se le escuchara llenando todo el ámbito del centro histórico de Cartagena de Indias con sus serenatas de violín. Se nota que Gabo eligió el patio no sólo porque cuenta con el ambiente y la arquitectura exacta para recrear muchas de sus páginas; también para garantizar que después de la inauguración no quedara abandonado a la buena de Dios y pueda lucir siempre como la casa de los Buendía en sus mejores tiempos.

La casa, como lugar y concepto, era importantísima para Gabo, no en vano fue el primer nombre que consideró para Cien años de soledad, cuando pretendía que toda la historia transcurriera dentro de la casa de Úrsula Iguarán. Por eso creo que puso especial interés en la elección del que sería su hogar luego de relevarse, por obra del fuego, de los estragos de la descomposición.

Conociendo la angustia con la que se refiriera a la muerte en sus novelas, resulta difícil imaginar que Gabo partiera tranquilo de este mundo, sabiendo que su cuerpo sería empacado en un cajón y puesto tres metros bajo tierra, para luego quedar allí, abandonado a la lenta e implacable tortura de los gusanos. Gabo no habría soportado un ataúd o estar en un cementerio, atormentado por las voces de sus vecinos, también confinados a la estrechez del clavo y la madera. Si sus palabras sirvieron para inventar realidades, por qué no iba a usarlas para disponer de esa realidad cuando ya no estuviera. Si acaso quedara recogiendo sus pasos como Prudencio Aguilar, por qué no disponer un lugar así, en el que tuviera a la mano un bonito baño para beber agua o vaciar la vejiga, en caso de comprobar que la sed y la premura de las tripas persisten más allá de la muerte.

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Bien merecida tiene Gabo esta casa, en la que las maría mulatas amenizan su eternidad con el canto más melodioso que les he oído, como si no fueran de verdad, sino animalitos de cuerda comprados en el almacén de Pietro Crespi. Qué buena casa para Gabo ésta en la que la muerte no es un tedioso conteo de años de soledad, sino un largo domingo feliz, en el que a toda hora lo acompañan sus amigos, sus lectores. Una casa donde las cotorras aterrizan en el durazno para llevarse ramitas en el pico, quizá para entregarlas a algún náufrago en mitad del Caribe como anuncio de que la tierra firme está cerca. Una casa en la que en un solsticio de verano con luna llena, yo, su más devoto lector, viniera a visitarlo el mismo día en que por casualidad mi madre conociera a su esposa. Una casa definitiva en la que después de un rato ante la cercanía de su polvo, Gabo me invitara, con un guiño de su ojo de bronce, a rendirles honores a todas las casualidades ocurridas ese día como mejor se debe, escribiendo acerca de ellas en un intento por descifrar su significado.

*Crónica publicada originalmente en la edición impresa de El Espectador de 20 de julio de 2016 y en la edición web de 19 de julio de 2016. 

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