Para quienes tal vez no recuerden, “Las aventuras del profesor Yarumo” fue un programa de televisión patrocinado por la Federación Nacional de Cafeteros, que en la década de los ochenta se encargó de fortalecer la comunicación rural y de enseñar la protección ambiental a los campesinos del país y a la teleaudiencia en general. El presentador del programa, quien encarnaba al personaje de Yarumo, era Héctor Alarcón, fallecido en el año 2012, ícono indiscutible de la televisión colombiana.
Gracias a los recorridos del profesor Yarumo por los campos de Colombia, se gestó una especie de integración nacional, ya que el programa hacía visibles a todas las regiones del país; al mismo tiempo, los ires y venires de aquel popular hombre del mostacho, sirvieron para que los habitantes de las ciudades nos enteráramos de cómo era la vida rural, entendiéramos un poco la importancia del cuidado de los animales, las plantas y tuviéramos noción de la sabiduría que hay en el trabajo del campo.
Por allá en 1993, el profesor Yarumo escribió una columna de opinión en el diario El Tiempo, titulada “Paz verde y Naturalia”. Con base en el título, cualquiera pensaría que en aquel texto, el profe Yarumo se refería a dos programas que, como el suyo, promovían el conocimiento y el cuidado del medio ambiente, para invitar a los lectores a que no perdieran de vista lo que doña Gloria Valencia de Castaño y Roberto Tovar Gaitán, tenían para contar acerca de la naturaleza. Sin embargo, el artículo constituía un reclamo y una advertencia, con relación a la forma desinteresada en la que en aquel entonces el país asumía el cuidado del medio ambiente y los peligros que esto podía conllevar.
En la columna, si bien el profe Yarumo destacaba la labor de los programas Paz verde y Naturalia, aclaraba que no podía verlos tranquilo. Decía que si bien la preocupación por algunas especies animales en peligro de extinción era importante y debía ser prioridad en los programas de gobierno del mundo, específicamente en Colombia aparecía un problema más urgente, el cual consistía en detener la destrucción de los bosques. Advertía Yarumo que la desaparición masiva de miles de especies vegetales, la desaparición de miles de hectáreas de árboles, dificultaba la regulación de las aguas, el clima y el oxígeno del planeta.
Mencionaba el profe Yarumo que, a diferencia de otros países más avanzados en el tema del cuidado del medio ambiente, Colombia no se decidía a organizar el uso del suelo con criterio de función ecológica. Para Yarumo, el país estaba en mora de reglamentar las profesiones de agricultor, ganadero o pescador, como administradores de una parte del planeta. Lamentaba que para entonces aún no se tomaran medidas para determinar las áreas de reserva ambiental y controlar la contaminación del aire y las aguas. Yarumo evidenciaba que poco se había avanzado en el país con relación al control del crecimiento de las ciudades y la explosión demográfica. Según su reclamo, en Colombia era urgente atender estas tareas, para luego sí, como se promovía en Naturalia o Paz Verde, dedicarse a salvar especies animales en vías de extinción.
La conclusión del texto de Yarumo era contundente: “Sólo cuando en Colombia se haga una verdadera reforma agraria, cuando la tierra no sea una acumulación de riqueza y poder, cuando haya estanques de peces en lugar de piscinas, cuando haya kibuts en lugar de condominios, cuando se respeten las zonas de reserva y los parques nacionales, cuando los recursos naturales y la agricultura no se midan como una simple actividad económica, podré sentarme con la conciencia tranquila a disfrutar un programa de Naturalia sobre el oso tibetano o uno de Paz Verde sobre las ballenas jorobadas”.
Hace una semana, vimos con tristeza cómo aquellos asuntos que hace 14 años el profe Yarumo consideraba que el país debía atender de manera urgente, pasaron cuenta de cobro con una tragedia como la de Mocoa, la cual tuviera como causas, tal como lo afirma Juan Lozano en su columna para El Espectador, los malos diseños institucionales, la falta de actualización del POT, la ausencia de coordinación entre los instrumentos de planificación del suelo y las cuencas (Pomcas), la precariedad de las alarmas y alertas tempranas; el desdén de los políticos, locales y nacionales, frente a los asuntos ambientales; la mala gestión del Fondo de Adaptación, creado y adscrito a Minhacienda tras la emergencia invernal del 2010; la pobreza presupuestal de Corpoamazonia, los cultivos ilícitos, la minería, la ganadería extensiva en zonas inapropiadas, la deforestación galopante, la erosión y la urbanización ilegal en rondas y conos de deyección, presionada por la pobreza, en zonas de alto riesgo.
Hasta finales del siglo pasado, a personas como el Profe Yarumo y otros como él, abanderados de la causa ambientalista, se les consideraba personas excéntricas, dedicadas a llamar la atención acerca de temas que, muchas veces, quienes vivimos en la ciudad, no terminábamos de entender. Aún en este siglo, con toda la credibilidad que han ganado los ecologistas, a juzgar por las evidencias trágicas, todavía es la hora en que no advertimos, ni los individuos ni los gobiernos, cuál es nuestro papel en la dinámica del cuidado del paneta.
Sabemos que deberíamos ahorrar agua y luz, que deberíamos reciclar, preferir andar a pie o en bicicleta, sembrar más árboles; sin embargo, no sabemos exactamente cuál es el efecto que tiene optar por ignorar todas esas recomendaciones, hasta que, lamentablemente, una tragedia como la de Mocoa nos enrostra que lo de tomar conciencia ecológica no es ninguna broma y no admite más dilaciones.
Ya lo había reclamado el profesor Yarumo hace 14 años, a nuestro país le urge una reforma agraria, un replanteamiento del uso y de la propiedad de la tierra, adoptar políticas que eviten el abuso de los recursos naturales, así mismo, le urge un plan de urbanización en el que construir viviendas y carreteras no implique la destrucción de las zonas verdes y que de una buena vez prime la vida del ecosistema por encima de la explotación económica.
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Si el profe Yarumo viviera, al ver la evitable tragedia de Mocoa, le habría tocado publicar nuevamente la misma columna de hace 14 años, preguntando, a manera de conclusión, qué más tiene que pasar para que entendamos por fin que el planeta nos fue dado para que convivamos con él, no para que nos convirtamos en su verdugo y que esa convivencia exige medidas prontas y efectivas. El profe Yarumo habría tenido que advertirnos nuevamente algo que recordamos con cada tragedia y que luego parece que olvidáramos fácilmente: Cuando los seres humanos convertimos al medio ambiente en nuestra víctima, nos convertimos en víctimas de nosotros mismos.